Nuevas reflexiones sobre Egipto

Los eventos de Egipto han dado al traste con varios de los extendidos mitos de la “corrección política” imperante. Una vez más se pone de manifiesto que en política existe el mal absoluto, ante el cual de nada valen las buenas intenciones, los propósitos moralistas, el diálogo y los acuerdos. Contra esta terrible pero ineludible verdad ha chocado Washington estrepitosamente en la tierra de los faraones. El abandono de Mubarak, aliado de Estados Unidos en el Medio Oriente por tres décadas, y el respaldo al triunfo electoral de la Hermandad Musulmana, dejaron al gobierno de Obama sin opciones válidas frente al golpe militar. La creencia ingenua en una presunta voluntad democrática de la Hermandad Musulmana ha demostrado ser peor que un espejismo; se trata de una trampa, generada por la incapacidad para percibir el significado de ideologías totalitarias y conductas políticas ubicadas más allá de la negociación y el compromiso.

Esa concepción quimérica de la política, según la cual los criterios normales de la convivencia democrática y el ansia de libertad pueden reproducirse siempre y en todas partes, ha recibido en Egipto un revés inequívoco, aplastada por un golpe militar cuya naturaleza y propósitos nadie puede esconder. Los militares derribaron a un régimen que llegó al poder por la vía electoral, y lo hicieron como única alternativa frente al desafío del mal absoluto representado por una Hermandad Musulmana decidida a aniquilar desde el poder todo vestigio de convivencia con aquéllos que no piensan a su manera, y rechazan la conversión de su país en otra teocracia el estilo iraní. Bajo los militares Egipto no tendrá la libertad y la democracia que de paso jamás ha disfrutado, pero quizás, sólo quizás, evitará hundirse definitivamente en el foso del fanatismo vengador.

Ni hablar del mito según el cual, en este siglo XXI tan supuestamente civilizado, aunque en verdad corroído por la hipocresía y el debilitamiento de principios y convicciones, los golpes de estado militares habían sido arrojados al basurero de la historia. Para mal o para bien, dependiendo del ejemplo (como en Egipto), ello no es así. Considero que los egipcios han corrido con algo de suerte al poseer, al menos todavía, una institución militar que aunque llena de imperfecciones se ha mostrado capaz de actuar como instrumento de última instancia, antes de que la nación se deslice por el abismo del totalitarismo ideológico. Lo mismo ocurrió en España y Chile en su momento, así les cueste tanto admitirlo a los que presumen que los estalinistas y anarquistas españoles, y los socialistas y comunistas chilenos, estaban motivados por una pura y prístina vocación de libertad y democracia.

Para desgracia de otros países en nuestros días, la institución militar, lejos de ofrecer una opción ante el mal absoluto, se ha puesto más bien de su lado, abriendo las puertas a una implacable decadencia que lo destruye todo: las instituciones, las normas, la economía, el tejido social y hasta la posibilidad de una regeneración política.

Este último podría ser el destino de Egipto, aunque aún restan incógnitas que tal vez el paso del tiempo aclarará. Pero el punto clave es otro: En ciertos casos, que incluyen a la Venezuela de hoy y a la Argentina peronista y sus secuelas, el mal absoluto actúa con tanta fuerza y profundidad que contamina irreversiblemente las sociedades, creando patrones de conducta, expectativas, delirios, desapegos y odios que escapan a cualquier empeño de reconstrucción fundado en la racionalidad y el compromiso.

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