Nuevos tumbos de la justicia

Si nos atenemos al lugar común según el cual la justicia es la columna vertebral de una democracia, habría que concluir que la de Colombia padece una preocupante escoliosis.

Tal diagnóstico está sustentado en la manera como se ha disparado su imagen negativa, que ha llegado a niveles sin precedentes. La más reciente encuesta de la firma Gallup registra una desfavorabilidad del 79 por ciento del sistema judicial, la más alta que se haya reportado, tal y como también le ocurre a la Corte Suprema de Justicia, cuyo guarismo es del 55 por ciento. La misma medición reveló cómo la imagen negativa de la Fiscalía y la de la Corte Constitucional por primera vez superaron a la positiva. Un escenario así debe prender todas las alarmas, pues está en juego la integridad misma del Estado de derecho.

Las causas de tal situación están a la vista de todos. El nutrido ramillete de males que hoy aquejan a la justicia se recita a diario desde diferentes tribunas, incluida esta. En sus instancias más altas, el ‘yo me elijo, tú me eliges’, el ‘carrusel’ de pensiones, la puerta giratoria entre altos tribunales son los más visibles, pero lejos están de ser los únicos. Al tiempo, de todos los rincones del país llegan casos que evidencian otras falencias: congestión, demoras, corrupción, factores todos que hacen tortuoso el acceso de colombianos a este servicio fundamental.

Dichos problemas, incluso más que los lunares de las altas esferas, son los que mayor incidencia tienen en el acelerado deterioro de su imagen. Porque algo está claro y es que, más que por quién va a elegir al Contralor o a los nuevos magistrados, la gente se pregunta cuándo se resolverán los enormes problemas de impunidad y mora judicial que a diario minan la confianza de la opinión pública en sus instituciones.

Este desbarajuste repercute en otras esferas del Estado, entre ellas la Fuerza Pública. Continuos son los reclamos de la Policía, que ve cómo sus sacrificados esfuerzos por aprehender a redomados delincuentes con frecuencia resultan vanos por decisiones desconcertantes o errores muchas veces injustificables de los operadores judiciales.

Entre tanto, sus cabezas parecen más concentradas en cómo evitar que la anunciada reforma del equilibrio de poderes termine tocando sus cotos de poder. Hace una semana, en la reunión de la justicia contencioso-administrativa en Cartagena, se escuchó una desafortunada declaración del fiscal Eduardo Montealegre, quien llegó a decir –en actitud que tenía todos los visos de quien asume y defiende las banderas de un gremio– que el proyecto de acto legislativo que hace tránsito en el Congreso era una suerte de ‘segunda toma del Palacio de Justicia’ y una retaliación del Congreso por los procesos de la ‘parapolítica’. Aunque bien vale la pena hacer el debate sobre la conveniencia del mecanismo propuesto para conformar el ‘supertribunal’ que reemplazaría a la desprestigiada Comisión de Acusación, posiciones apocalípticas como esta simplemente no dan espacio a la discusión.

Pero, más allá de las valoraciones que puedan hacerse de los cambios, hay que reiterar que estas deben implementarse al tiempo con correctivos urgentes en el funcionamiento del sistema. En tal sentido, este diario mostró hace una semana cómo un peligroso delincuente, que incluso está acusado de asesinar a un policía, mantuvo el beneficio de casa por cárcel, a pesar de haber sido sorprendido en flagrancia en una calle de Villavicencio y de haber embestido con su vehículo a los agentes que intentaron detenerlo. Entre tanto, en Bogotá quedaron libres los desadaptados que atacaron a un grupo de jóvenes –agresión que quedó registrada en video–, pues a la Fiscalía se le pasaron las 36 horas que tenía para legalizar su captura. Y el país ve sorprendido cómo el sonado caso de la exrectora de la Universidad Autónoma del Caribe Silvia Gette se cae a pedazos porque, al parecer, se construyó sobre testimonios mentirosos e interesados.

Como pasa con la Comisión de Acusación, nadie discute que en la arquitectura del poder político y judicial hay estructuras que deben ser reformadas, si no demolidas. Pero cierto es también que muchos de los problemas que se han generado alrededor de ellas tienen más que ver con comportamientos de algunos altos funcionarios y servidores del Estado que con los cargos que ocupan, como sucedió en el pasado reciente con la Sala Disciplinaria de la Judicatura.

El punto es que el colombiano de a pie no ve que se resuelvan sus problemas de acceso a la justicia, que no pasa nada cuando es víctima de un hurto y que, cuando las autoridades logran detener a los delincuentes, son muchos los que vuelven a las calles a los pocos días, porque aprovechan a la perfección los vacíos del sistema. Frente a esta dramática situación no se ven propuestas, y cuando las hay, como ocurrió con el Código General del Proceso, que fue aprobado hace dos años y que en su momento el Presidente llamó la “verdadera revolución en la justicia”, no aparece la plata para ponerlas en práctica.

Para ser concretos: lo urgente aquí –acciones para mejorar el acceso de la gente– debe atenderse independientemente del desarrollo de lo importante: el debate sobre el rumbo de toda la Rama.

EDITORIAL
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