¿Otra apertura hacia adentro?

Por la caída estrepitosa del precio del petróleo, la economía colombiana viene siendo sometida a profundos ajustes y a registrar cuantiosos déficits.

Mientras el precio del petróleo en los mercados internacionales experimenta un nuevo ciclo de baja, ahora alrededor de 30 dólares el barril, círculos próximos al poder público osan insistir en una nueva (?) apertura hacia adentro que viniera a reanudar o a repetir, en el terreno de los aranceles aduaneros, aquella catastrófica que desmanteló las estructuras de fomento y diversificación de exportaciones, en ese entonces a trueque de empréstitos internacionales.

Esta vez sería de balde, pero no propiamente en balde, con perjuicio irreparable del desarrollo nacional que, según el pontífice Pablo VI, constituía en aquella época el nuevo nombre de la paz. No obstante la repetición de aspiraciones, verdades y criterios, por sobre ellos se suele pasar para adoptar políticas lesivas del pensamiento general y de las conveniencias patrias. Ayer a nombre de un neoliberalismo trasnochado y hoy en rememoración del mismo criterio por el prurito de repetir audaces ventoleras.

No fuera por indicios vehementes, esta clase de rumores se pasaría por alto. Pero cuando a las habladurías se agregan actos y decisiones, hay que creerles y reconocer su verosimilitud, en aras de que al tenor del dicho popular “el movimiento se demuestra andando”. La tendencia a bajar aranceles o a aceptar su descenso en las negociaciones internacionales no autoriza a desconocer la posibilidad o a creerla simple enunciación académica.

El presidente Obama reconoció, en solemne ocasión, que él se aproximaba a los tratados de libre comercio con el pensamiento de crear empleo en Estados Unidos para beneficio de sus compatriotas. ¿Podrán decir lo mismo nuestros gobernantes o sus delegados respecto de Colombia, donde la creación de puestos de trabajo es necesidad clamorosa y apremiante?

Angustia patrióticamente que por el antecedente de políticas osadas y equivocadas se esté abriendo otro capítulo de un ensayo que tantos estragos causara y ninguna lección constructiva dejara. No hemos logrado salir de la dependencia ruinosa de un solo artículo exportable, a juzgar por la exhortación a proseguir en lo mismo y a perseverar en fiar la suerte de la nación a un mismo producto en crisis pertinaz: el petróleo.

Como si no hubiéramos observado el fin tormentoso de la prosperidad de aquellos países con dependencia absoluta de variedades similares de la colonial actividad extractiva. O las propias crisis de estrangulación exterior de economías atadas a un solo artículo dominante.

Esta vez se ha vuelto a depositar fe de carbonero en la capacidad de las fuerzas del mercado para sacar al país de su presente encrucijada. De la devaluación vertiginosa se ha esperado el milagro de equilibrar la economía colombiana por su supuesta idoneidad de promover la mixtura y el ritmo de las exportaciones.

Ha ocurrido, sin embargo, lo contrario por su misma celeridad que todo lo trastorna. Empezando por las oportunidades de empleo, a falta de la indispensable acción moderadora de la autoridad competente. Extraña resulta la negativa de sus ilustres miembros a interferir las fuerzas del mercado y ponerles orden y concierto, siquiera fuere impulsando el mecanismo diseñado por ese organismo para atemperarlas y racionalizarlas.

Claro es que su responsabilidad no abarca el conjunto de la economía colombiana. Su dirección sigue siendo de la competencia del Gobierno, en apuros por la caída sustancial de las actividades relacionadas con la extinta bonanza minero-energética y, de consiguiente, de sus rentas e ingresos. Pueda ser que con los ingresos por la venta tozuda de Isagén se calmen su explicable desazón por el estrechamiento de sus recursos fiscales y sus angustias por el financiamiento escaso de obras prioritarias del programa gubernamental. Extirpando, ello sí, cuanto contenga sabor de ‘mermelada’.

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