PACHECO O PEÑALOSA

uenta Eça de Queiroz, el más grande escritor que produjo Portugal, en el Epistolario de Fadrique Méndez, acaso su obra más leída, que se murió Pacheco. Fue tal la conmoción que se produjo, tantos los encomios, panegíricos, alabanzas y duelos que el hecho produjo, que un escéptico de visita en Portugal por aquellas calendas se dio a la tarea de averiguar quién era ese coloso cuya muerte estremecía a todos los lusitanos.

Como Pacheco fue reconocido político, el de mayor prestigio, buscó la colección de sus discursos. Ni uno solo. Pacheco no fue un orador, bien se veía. Pero claro, eso no probaba nada contra su inmenso talento.

Atizada su curiosidad, indagó en todas partes por sus libros, ensayos, artículos o cartas. Vano empeño. Que se supiera, Pacheco no había dejado una línea escrita. ¡Pero qué talento era el suyo!

Si no habló y no escribió, sin duda sugirió grandes proyectos, propuso leyes, diseñó ideas que cambiaran la suerte del país. Otra vez el vacío. Pacheco no se ocupaba de esas minucias. Le bastaba con un gesto, un movimiento de su cabeza portentosa,un estremecimiento de sus manos, que sobraban para imaginar todo lo demás.

¿Y la Academia? Cuál era su corriente filosófica, si el racionalismo cartesiano, o el kantismo trascendental, o el neotomismo que apuntaba en el horizonte de la época. Nunca se supo. Nadie dio razón. Pacheco murió sin adherir a una idea, sin pertenecer a una escuela, sin dictar una clase. ¡Pero qué talento el suyo! Mohíno, cansado, derrotado después de tanto ir y venir, nuestro investigador descubrió que Pacheco, el hombre más sobresaliente de Portugal, era una inteligencia imaginaria, un ideólogo inédito, un realizador de la nada absoluta.

Ya sabemos que nuestro doctor Peñalosa no ha pronunciado un discurso en su brillante vida política. Y no porque desdeñe el don de la oratoria. Es que no se le da, ni siquiera para sostener un debate o someterse a una entrevista sin libreto en mano.

Acudamos entonces a sus escritos. Válganos Dios: ni uno solo. Al doctor Peñalosa se le confundieron de niño el español materno y el inglés de colegio y de trabajo con negros que no estimaba, y se quedó sin definir una gramática, sin manejar aquello del régimen y la concordancia, porque el señor Cuervo ni le va ni le viene. Será vano intento encontrar su obra escrita. Salvo aquel libro sobre los dos mil seiscientos metros más cerca de las estrellas, que le dictó a Becassino, y que desautorizó por entero cuando hubo de enfrentar esa paternidad. Peñalosa no solo carece de ideas, sino que niega las que le atribuyen. Y lo hace sin esforzarse. Porque si tuvo alguna idea, o pregonó alguna tesis, ya las olvidó. Y obrando de muy buena fe. Por descontado se acepta.

Por eso ha sido tan parco en el debate. Empezó apoyando el aborto y la adopción de niños por parejas homosexuales. Abandonó la tesis cuando le contaron que no era novedosa y que resultaba detestable en este país. Se apuntó enseguida a declarar magníficos los diálogos de La Habana. A tiempo lo silenciaron sus asesores. Ahora predica que la solución del campo es una gigantesca campaña publicitaria para convencer a los pobres de la bondad nutritiva y el delicioso sabor de frutas y verduras. Y no hay error ni demasía. Es que Peñalosa, como buen Pacheco, no da para más. Ya comprendemos por qué no se le mide a un debate público.

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