¿Para dónde vamos?

Algunas realidades que deberían ser tomadas en cuenta por el Gobierno y sus aliados políticos. De pasar por alto ciertas exigencias de las Farc, graves riesgos amenazan el futuro del país.

En la calle o en un centro comercial nunca falta alguien, conocido o no, que se le acerca a uno para preguntarle: “¿Para dónde cree usted que vamos con este proceso de paz?”. Yo suelo ser sincero: “No sé” es lo que se me ocurre responder. Pero inquietudes las tengo. Y las tiene, por cierto, todo el mundo.

Se derivan naturalmente de las Farc. Son ellas las que, de algún modo, están marcando el paso. Su estrategia de lucha ha cambiado. No albergan hoy la ilusión de llegar al poder por la vía armada. Hicieron a un lado la guerra de posiciones, los combates abiertos con las Fuerzas Armadas, la toma de poblaciones o de bases militares. Redujeron sus efectivos armados a siete mil hombres, pero aumentaron en más de veinte mil sus agentes políticos.

Optaron sí, en el campo armado, por el crudo y abierto terrorismo. En vez de combates con el Ejército, se concentran en el lanzamiento de artefactos explosivos, carros bomba, francotiradores, emboscadas, atentados contra oleoductos y siembra de minas. ¿Qué buscan con ello? De un lado, aterrorizar a la población para que esta acepte a cualquier precio un acuerdo de paz que ponga fin a tal horror. Por otro, mantener en primer plano su feroz presencia.

Al lado de estas acciones, las Farc se han propuesto capturar la protesta social, extender su control absoluto sobre las zonas cocaleras, replantear su proceso de colonización y establecer una especie de micro-Estado con las zonas de reserva campesina (ZRC). En efecto, estos territorios están conformados por núcleos de campesinos llevados por la guerrilla y por lo consiguiente bajo su entero control. No hay allí propiedad particular sino colectiva. No se admite la presencia de fuerzas militares. Al frente de cada ZRC aparece un comité bajo el mando supremo de un comisario enteramente identificado con la organización guerrillera.

El sistema tributario de las Farc es inflexible y eficiente. A estos recaudos se suman los millonarios ingresos por cuenta del narcotráfico. Aunque las áreas con sembrados de coca se han reducido en un 25 por ciento y han desaparecido en departamentos como Magdalena, Caldas y Boyacá, también es cierto que con el pago de cultivos de hoja de coca a miles de campesinos muy poco efecto han tenido las ofertas del Estado para la sustitución de tales cultivos.

Todo esto, sumado a la creación de movimientos políticos afines a su ideología y a la presencia de agentes suyos en sindicatos, en comunidades indígenas y sobre todo en la Rama Judicial, les permite a las Farc hacer peligrosas exigencias en la propia mesa de negociaciones de La Habana. Tienen a su favor el hecho mismo de que el presidente Santos parece estar dispuesto a aceptar condiciones, en apariencia poco letales, a fin de poder alzar el trofeo, muy bien recibido en el mundo, de un anhelado acuerdo de paz.

Hay en ese probable acuerdo puntos que la guerrilla considera inamovibles, como la dejación de las armas sin entrega de las mismas. Y a tiempo que pide espacios propios en el Congreso y en una eventual asamblea constituyente, no acepta reales sanciones penales. Como suele repartir culpas entre los llamados por ella agentes del conflicto, espera que una justicia transicional reparta un perdón y olvido para todos, incluyendo militares hoy en prisión. El asunto es que muchos de ellos han sido víctimas de la guerra jurídica desatada por los propios amigos de las Farc.

Todas estas realidades deberían ser tomadas en cuenta por el Gobierno y sus aliados políticos. Sin embargo, a quienes expresan inquietudes sobre el proceso de paz, el Presidente-candidato los llama enemigos de la paz y amigos de la guerra sin reparar en que, de pasar por alto ciertas exigencias de las Farc, graves riesgos amenazan el futuro del país.

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