¡PETRO, OTRA VEZ!

Estoy, como el grueso de la gente, hasta la coronilla de la incertidumbre, aburrido de este ir y venir interminable, de este circo leguleyo en que se ha convertido la destitución de Petro.

Pero como la sala de tierras del Tribunal Superior de Cundinamarca ha ordenado la restitución del Alcalde porque, según ella, “las medidas cautelares de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) vinculan de manera directa e inmediata al Estado colombiano” y, en consecuencia, el Presidente debe “tomar las decisiones a que haya lugar para el acatamiento de la medida cautelar proferida por la CIDH” a favor de Petro, parece inevitable explicar el error en que incurre el Tribunal y, de nuevo, la ausencia de razones jurídicas para ordenar la restitución.

Para que las medidas cautelares de la CIDH fueran obligatorias para los Estados tendrían que tener como fuente un tratado internacional aceptado por ellos que consagrara la obligación de acatarlas. Como resulta obvio, los tratados obligan únicamente a los Estados que manifiestan expresamente su voluntad de cumplirlos y solo en los términos exactos de esa manifestación.

Así las cosas, la única manera en que las medidas cautelares de la CIDH “vinculen de manera directa e inmediata al Estado colombiano” es que surjan de un tratado internacional. Ocurre que, contrario a lo que tantos han afirmado, la Convención Americana de Derechos Humanos, que da vida a la CIDH, no le atribuye potestad para emitir medidas cautelares y la limita a “formular recomendaciones, cuando lo estime conveniente, a los gobiernos de los Estados miembros”. Tampoco el estatuto de la CIDH, una norma de inferior jerarquía, le da facultades para emitir tales medidas. La que sí puede tomar “medidas provisionales … en casos de extrema gravedad y urgencia, y cuando se haga necesario evitar daños irreparables a las personas” es la Corte Interamericana. El estatuto de la CIDH solo la faculta a pedirle a la Corte Interamericana “que tome las medidas provisionales que considere pertinentes” en tales casos. Las medidas cautelares tienen su origen en el reglamento de la Comisión, que se dan sus propios miembros y que, por supuesto, no es un tratado internacional. El reglamento de la CIDH no genera obligaciones para los Estados.

Por tanto, no es posible sostener que existe una obligación internacional para Colombia de acatar las medidas decretadas por la CIDH. Más aun, ninguna decisión de la CIDH es obligatoria para los Estados puesto que, como se vio, la Convención sostiene que solo puede formular “recomendaciones”. Y las recomendaciones son eso, recomendaciones, no obligaciones internacionales.

Si hubiera duda sobre la naturaleza no obligatoria de esas “recomendaciones”, se resuelve de inmediato al verificar que los casos ante la Corte Interamericana se originan precisamente cuando los Estados deciden no aceptar las recomendaciones de la CIDH y la Comisión insiste en ellas. Si las recomendaciones fueran obligaciones, no habría casos ante la Corte y la Corte misma sobraría. Por supuesto, las decisiones de la Corte sí son obligatorias, porque así lo dispone la Convención Americana y porque la Corte sí es un tribunal internacional cuya competencia ha aceptado Colombia. La CIDH no lo es, no es un órgano jurisdiccional y ni siquiera está compuesta por abogados, y Colombia nunca ha aceptado que tenga competencia para decretar medidas cautelares obligatorias para nuestro país.

Por último, hay un antecedente de medidas cautelares por la CIDH en materia de derechos políticos, las expedidas a favor del excanciller mexicano Jorge Castañeda. México se negó a cumplirlas. La CIDH solicitó medidas provisionales a la Corte. El tribunal no las concedió.

Alguien dirá que la Corte Constitucional ha dicho que las medidas cautelares de la CIDH obligan a Colombia. Es verdad, pero ha sido un error y hay que corregirlo. Las obligaciones internacionales de los Estados no pueden provenir, como resulta obvio, de decisiones jurídicamente deficientes de los jueces nacionales.

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