Por vos, Valentina

Valentina y todos los niños guerrilleros son víctimas de sus altos mandos. ¿Lo reconocerán en Cuba?

Me gusta dibujarla con la frente en alto, caminando erguida hacia el patíbulo, el paso firme, la mirada fija en las montañas verdes, exuberantes, cantando a todo pulmón la canción que tanto amaba, que tan bien reflejaba lo que sentía.

Tenía 16 años y una idea fija: abandonar la guerrilla o morir resistiendo. Había caído en sus redes por amor, diez meses antes de ese último día. Conoció al muchacho que la enamoró en la escuela de su pueblo chocoano, uno de tantos reclutadores atractivos, entradores, que emplean las guerrillas para engañar adolescentes.

Pronto cayó en la cuenta de su error. Le hacía falta su mamá, no le encontraba sentido a lo que hacían, quería regresar a la vida. Le desagradaba la guerrilla y el asma dificultaba cumplir las actividades diarias. No podía caminar trechos largos sin asfixiarse.

“No puedo cargar, no puedo caminar más, déjenme aquí, yo me quiero morir”, suplicaba con furia, acopiando las pocas fuerzas que le restaban. Nadie se detenía a ayudarla. Cada cual seguía la marcha. Tenderle la mano podía suponer un consejo de guerra. En una organización guerrillera, lo conocían de sobra los niños, no hay espacio para la solidaridad y la misericordia.

No había otra que ponerse en pie, reanudar la marcha y arribar exhausta al destino. La vuelta atrás era imposible. Llegó a un punto de desesperación en que pensó que la única manera de encontrar un hueco en la vigilancia e intentar la fuga era enamorar a un comandante.

Alta, espigada, bonita, logró su propósito con facilidad. A los jefes guerrilleros les gusta la carne fresca, ejercer dominio absoluto sobre toda la tropa femenina, y más si la mujer es linda.

Como tantas otras guerrilleras, pese a la planificación obligatoria, quedó embarazada. Le dio más duro tener los montes por prisión y someterse a un aborto forzado. Empezó a enfrentar al comandante delante de todos, incluso en la solemne formación matutina: “Usted es un hijoeputa, no hago rancha, ni guardia, yo quiero es ir a mi casa, ver a mi mamá. ¡Déjenme ir!”.

Recibía por respuesta la habitual de los mandos: “Si sigue así, la matamos”.

–Bien, ¡máteme! –replicaba a gritos, casi ahogada. Le faltaba el aire, se sentía aprisionada en un túnel sin una luz que le brindara un soplo de esperanza. Agarró la costumbre de llevar una toalla al hombro y entonar a toda hora, con la seguridad de un espíritu rebelde, la canción que convirtió en su himno. “Ahí va la loca”, la señalaban con el dedo otros guerrilleros.

Una mañana de noviembre, corría el 2001, se encontraba en su cambuche con unas compañeras. “Me van a matar hoy porque no estoy en la lista de las tareas del campamento”, les comunicó sin atisbo de tristeza. “Díganle a mi mamá que yo la amo mucho y que hoy me van a matar”.

En esas aparecieron dos guerrilleros. “Valentina, manda decir el comandante que, por favor, se presente”. Todos sabían que era su sentencia de muerte.

Se levantó tranquila, recogió su toalla y empezó a caminar decidida. Las guerrilleras, con lágrimas, siguieron en la distancia sus últimos pasos y la estela de su voz entonando la composición de Miguel Morales. Hasta que dos disparos acallaron el himno.

“Los caminos de la vida no son como yo pensaba, como los imaginaba, no son como yo creía…”.

NOTA. Valentina y todos los niños guerrilleros son víctimas de sus altos mandos. ¿Lo reconocerán en Cuba?

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