Remolonería y ritmo

De las taras que heredamos de la Corona Española la más perniciosa es la lentitud en el tratamiento de los asuntos públicos, en la atención a los requerimientos del ciudadano ante las autoridades, que por tocar derechos reconocidos, debiera surtirse en plazos razonables. De ahí proviene la proliferación de las tutelas que la gente interpone para que se le atiendan, por ejemplo, las urgencias en salud, que no admiten demoras. La tardanza en satisfacer las quejas del ciudadano , el exceso de requisitos, de papeles, firmas y sellos que sobran pero se repiten neciamente; las largas colas que casi no avanzan, pese a la multiplicidad de funcionarios de todo rango y condición, instituidos para refrendar cada uno lo ya hecho por sus colegas y predecesores. Se supone que cada oficinista cumple una tarea específica, mas ésta aquí se yuxtapone con la del otro. En fin de cuentas, hay que justificar la chanfaina y el salario, así sea empantanando los asuntos a su cargo.

Siendo el Estado el gran empleador, su burocracia se reproduce como un tumor insidioso. Lo cual también nos viene de antiguo, de la España imperial y sus colonias. López Michelsen solía quejarse de los “mandos medios”, a quienes atribuía el poder efectivo y real que los altos dignatarios creen ejercer, o fingen creerlo. Mal puede haber un Estado eficiente con la parsimonia que la burocracia exhibe. Parsimonia que todo lo inficiona, comprendidos los niveles superiores de la administración, sin excluir al gabinete ministerial y al propio presidente. En el caso colombiano la enfermedad se agrava con la maraña de normas en que nos asfixiamos. Cuánto nos enorgullece, por su libérrimo espíritu, nuestra Constitución, la más larga del hemisferio (casi que un fardo) copiada, para colmo de redundancia y servidumbre, de la actual Carta española. También nos jactamos de nuestros códigos, por lo bien redactados, olvidándonos de su obesidad escandalosa. Sin contar con las reglamentaciones infinitas que los siguen, dizque para ser aplicados de manera puntual, lo que sucede muy raramente, por la manifiesta imposibilidad de ahí deducible. Y sin contar asimismo con el chorro incesante de jurisprudencia, cambiante, dispar, contradictoria, que los jueces emiten para aplicar uno de los tantos preceptos vigentes (o más bien presentes), de los cuales casi nunca se sabe a ciencia cierta cuál es el indicado. En tales circunstancias todo se enreda, hasta el paroxismo.

Por si algo faltara, agreguemos las nuevas barreras o requisitos, fruto de la tendencia hoy dominante (o de la moda que nos llegó de afuera), de entrar a democratizarlo todo al máximo posible y hasta el delirio. Barreras que ahora se le atraviesan a cualquier empresa o proyecto plausible, atinente a obras públicas, por urgentes que ellas sean, o a la explotación minero-energética que, adelantada en forma responsable, tanto aprovecha a las naciones emergentes. Mencionemos apenas las licencias ambientales, las consultas con las comunidades locales que se dicen afectadas (cuando, por el contrario, suelen ser las más beneficiadas), o la infaltable consulta con las etnias de todos los colores, y con las descoloridas también. Todo ello hasta descuadernar el Estado, aboliendo la noción misma de gobernabilidad, que lo informa y guía. Y que constituye su eje, sin el cual regresamos al caos. Bueno, no exageremos: primero a la tribu, y luego a la horda.

Ahora bien, si el ciudadano es víctima de la burocracia, ésta no es la única culpable de su propia molicie, tan gravosa para todos, dado que muy poco de lo que de ella depende, marcha al ritmo debido. En cuanto a las obras de ingeniería y a las áreas y servicios que el Estado debe vigilar y prestar, todo llega tarde, cuando, agotada la paciencia de los usuarios, los ánimos están exaltados. Se dice que el gobierno de Santos, teniendo los recursos, no ejecuta los planes anunciados, pero esa es falla vieja, consubstancial a nosotros, o “estructural”, como se dice ahora. Ahí sí aventajamos a nuestros colindantes, pues nadie nos iguala en punto a remolones para emprender lo que nos falta y que otros, más pobres, ya disfrutan. Ni siquiera los vecinos del mar Caribe, con todo y ser tan despreocupados, festivos y despaciosos, llevan el ritmo paquidérmico nuestro en la construcción de infraestructura o en la administración de justicia.

A veces pienso que cuando Kafka escribió “El Proceso” (relato del abandono y la impotencia de alguien a quien, perdido en el laberinto de una tragedia provocada, los burócratas y jueces eluden y embolatan, como por pasatiempo), no retrataba él propiamente a la Praga de su tiempo sino a la Colombia de hoy y de siempre, con su perenne suerte sombría e irredimible, que raya en el absurdo. En el absurdo kafkiano, que es precisamente el más reductor e insoluble.

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