Retos e implicaciones del sacrificio infantil

La crueldad y la desfachatez del crimen de turno dan trazas de requerir que se siente precedente y se disuada a los criminales sueltos de proseguir en pecaminosas aventuras.

El país no parece haberse estremecido suficientemente con el destape de los móviles y circunstancias del asesinato a sangre fría de cuatro inocentes infantes en Caquetá. Los detalles sobre su preparación criminal y su ejecución sin entrañas debieran haber perturbado y movilizado la conciencia colectiva a algo más que protestas y constancias efímeras. Fue tan grave el monstruoso crimen y tanta la degeneración de sus autores que el atroz episodio debiera estar incitando la conciencia colectiva a escrutar sus vericuetos y el fácil encadenamiento de sus móviles.

No basta con señalar el común denominador de la codicia. A una mujer se le despierta el apetito de satisfacerla con un pedazo de tierra, en tanto un grupo de hombres accede por la paga al monstruoso delito. Así de sencillo. ¿Cómo es que nada los arredró ni conmovió para segar la existencia en agraz de cuatro víctimas inocentes? No la perspectiva del macabro espectáculo de asesinarlos uno a uno, como ahora lo hacen los extremistas islámicos en otros hemisferios. Con la diferencia de que aquí no existe odio de por medio, ni indicios de revancha.

Tan solo descarnada y descarada ambición por un puñado de billetes, con total desentendimiento de sus consecuencias penales. Ni el menor indicio de respeto a la ley, ni chispa siquiera de conmiseración. Se les mataría como a animales de monte, con disparos a quemarropa.

Una comunidad que a tanta depravación se presta debe de estar corroída en diversos estamentos e inclinada a satisfacer fáciles tentaciones. Como la de buscar dinero sin detenerse en sus medios, perdida la noción del bien y del mal. Antiguamente, el precepto de no matar parecía regla inviolable, al menos con anterioridad a la irrupción del narcotráfico y de ciertas ventoleras sectarias. Luego se corrompieron las costumbres, hasta el extremo de ocurrir el sacrificio macabro de los 4 niños en el departamento de Caquetá, muy cerca de Florencia, su capital.

A estas horas, ¿cuál la función de la Administración de Justicia? En primer lugar, la de esclarecer los hechos, como lo ha bregado y conseguido la Policía Nacional, honrando el mandato de su superior jerárquico, el Presidente de la República. Pero ¿qué sigue? Debieran ser el juzgamiento y la imposición de la sanción ejemplar y ejemplarizante. No obstante, mirando a tantos otros casos se desconfía del paso de la indagación de los detalles horrendos del crimen al veredicto final y al condigno castigo, conforme a las leyes. Tantas han sido las dilaciones en otros sonados juicios que no se puede reprimir el temor a su repetición en este y en otros casos de evidente gravedad.

La crueldad y la desfachatez del crimen de turno dan trazas de requerir que se siente precedente y se disuada a los criminales sueltos de proseguir en pecaminosas aventuras y, en efecto, se abstengan de cometer más fechorías: asaltos en los puentes peatonales de la capital de la República o actividades delictivas en los vehículos de transporte colectivo. Un mínimo de seguridad resulta indispensable para la tranquilidad de las vidas y el ejercicio de los derechos fundamentales.

No puede ser que esta clase de delitos o de otros tan graves e inquietantes como el de los cuatro niños cuyo asesinato aleve sacude las entrañas de la nación, se consideren inevitables y hayan de caracterizar la existencia de los colombianos en el presente y en el futuro. Primero que el desarrollo, primero que la estabilidad de la economía, hay que situar el derecho a la vida. Cuando otros pueblos se esfuerzan por reducir la mortalidad proveniente del consumo de nicotina, por ejemplo, aquí debemos esforzarnos, ante todo, en prevenir e impedir cualquier apelación a la violencia.

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