Sálvese el que pueda

Los colombianos nos preguntamos a diario por qué los jueces actúan así, qué clase de justicia tenemos.

Por estar enfermo de tuberculosis, una juez le dio casa por cárcel al ‘Monstruo de la Sierrita’, un consagrado violador de menores. El resultado de tan piadosa decisión es el que todos imaginábamos: el ‘Monstruo’ volvió a violar y se escapó de la reclusión residencial. Por fortuna fue recapturado y tendrá que sobrellevar su enfermedad en la prisión.

Los colombianos nos preguntamos a diario por qué los jueces actúan así, qué clase de justicia tenemos. Aquí prevalece lo que el filósofo húngaro John Kekes llama “reacción blanda ante el mal”. Para Kekes, tenemos “resistencia a permitir que las acciones malas valgan como prueba de que sus agentes son malvados” (Facing Evil, 1990). Él mismo argumenta que los verdaderos “monstruos morales” (¿Hitler, Stalin?) son infrecuentes, y se apoya en Hanna Arendt y su tesis de la “banalidad del mal” para demostrar que muchos graves crímenes son cometidos por gente común que no tenía otra opción: “Cuando pasamos revista a nuestros conocidos, rara vez encontramos individuos a quienes podríamos definir razonablemente como malos”.

Tal vez eso pueda explicar que un arzobispo considere el abatimiento de ‘Alfonso Cano’ un asesinato, pues en quien todos veíamos a un curtido criminal, aquel veía a un hombre “viejo, ciego y solo”. O lo que otro prelado dijo en una emisora, que “no habría que someter a los guerrilleros al peligro del desminado. Solo que den la información. Ellos saben dónde están”. Es decir que se sometan ‘otros’ (los soldados) a ese peligro, que se pierdan otras vidas y no las de los auténticos responsables. ‘Otros’ a los que el Estado expone a ese riesgo sin la dotación más avanzada, sin pasar una barreminas una y otra vez, antes de poner pies por ahí.

Supone uno que los jueces sufren de la misma debilidad de los prelados, como la juez que liberó al violador de la Sierrita, la que dejó libre a Alessandro Corridori, o los que dejan libres a miles de delincuentes todos los días. Y a ellos se suman políticos y académicos para quienes robar, violar o matar no debería entrañar castigos o escarmientos –falsamente equiparados a la venganza del ojo por ojo–, sino procesos de resocialización, tesis que ha llevado a la inimputabilidad de los menores de edad, a una perniciosa laxitud judicial y a considerar que hablar de endurecimiento de penas es hacer populismo punitivo.

Este cáncer que carcome a la sociedad colombiana está muy avanzado. Hace apenas unos días este diario tituló que ‘Nueve de cada diez asesinatos quedan impunes’, puntualizando que “solo en dos de cada diez casos de asesinato las autoridades logran llevar a algún responsable ante los jueces. Y en al menos la mitad de esos procesos, los acusados terminarán de nuevo en las calles”. No hay país que aguante eso.

Lo tragicómico es que, no obstante esos niveles de impunidad, el hacinamiento en las penitenciarías y en los centros de detención preventiva es aterrador. Las condiciones de reclusión son tan inhumanas que ellas sí parecen un escarmiento abominable, ante el que no se hace nada. Creer que no se requieren celdas nuevas para los que están y para los que llegarán es una utopía. Pero es consecuente con un gobierno derrochón, que promete 30.000 aulas nuevas (639 mensuales) que no está en capacidad de construir, o que en el presupuesto del 2016 reduce el monto de inversión en 5 billones mientras aumenta el de funcionamiento en 8,9.

El resultado de esto lo estamos viendo a diario: los colombianos se cansaron de la inoperancia de la justicia y la están aplicando por mano propia. Es el estado de naturaleza, donde ni los bandidos están seguros porque no hay Dios ni ley… Mejor dicho, ¡sálvese el que pueda!

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