Sanciones

El reclamo regional de multilateralismo se ha convertido en la mejor receta para que nadie moleste a nadie.

La Cumbre de las Américas dejó la esperanza del fin del embargo contra Cuba y de la condena de la acción de la Casa Blanca contra siete dirigentes venezolanos. Los embargos son inaceptables; las sanciones dirigidas a personas, no.

América Latina rechazó el uso de sanciones en la política exterior. La de Estados Unidos, por supuesto.

A la política exterior de Estados Unidos se la acusa, con acierto, de doble estándar. ¿Por qué emprenderla contra unos y no otros?, preguntan los críticos. Pero toda política exterior carga con la hipocresía que le imponen las capacidades e intereses del Estado.

América Latina también admite la utilización de medidas políticas y económicas contra un Estado. Y, como Estados Unidos, reivindica el derecho a la incoherencia.

¿No fue Paraguay, con base en una cláusula democrática, apartado del Mercosur? La destitución del presidente Lugo por el Congreso, con todo lo irregular que haya podido ser, violó menos normas que las que, día a día, se traspasan en Venezuela.

La Carta Democrática Interamericana, tan despreciada por Venezuela, mostró su utilidad para revertir en ese país el golpe de Estado del 2002. También fue invocada para excluir a Honduras de la Organización de Estados Americanos cuando el presidente Zelaya, elegido en las urnas, fue obligado a partir al exilio. ¿No ha demostrado esta carta su relevancia?

Pero nada se ha podido hacer con ella para defender los derechos de la oposición en Venezuela o la libertad de expresión en Ecuador. En América Latina hoy, las sanciones solo son invocadas si le son instrumentales al proyecto de la izquierda radical.

En Colombia, muchos protestan hoy por la orden ejecutiva contra Venezuela; hace unos años, recorrían los corredores del Congreso en Washington en busca de sanciones contra el gobierno de Uribe.

Las sanciones unilaterales de Estados Unidos datan de mediados de los setenta. No sobra recordar el impacto que tuvieron, bajo el gobierno de Jimmy Carter, en el debilitamiento de las dictaduras militares. El diálogo constructivo, luego promovido por Ronald Reagan, no era tan popular entonces.

Si el embargo contra Cuba constituyó un fracaso, no todas las medidas de Estados Unidos han sido equivocadas. ¿No fueron los pasos tomados contra el apartheid de Sudáfrica catalizadores de su derrumbe? De nada hubiesen servido las resoluciones de las Naciones Unidas sin Estados Unidos a bordo.

A diferencia del embargo cubano, la Casa Blanca no la emprendió contra toda la población venezolana, ni la sometió al aislamiento. Solo actuó para permitir el retiro de visas y el congelamiento de bienes a unos pocos cabecillas.

Así como Cuba no patrocina el terrorismo, tampoco Venezuela constituye una amenaza a la seguridad de Estados Unidos. Escudados en esta hipérbole, los presidentes de la Cumbre omitieron referencias al déficit democrático en la región.

Las sanciones multilaterales, sobra decirlo, cuentan con mayor legitimidad que las unilaterales. Pero el reclamo regional de multilateralismo se ha convertido en la mejor receta para que nadie moleste a nadie. Además, ¿no está un Estado en todo su derecho de establecer quién entra en su territorio y para qué?

La democracia liberal en América Latina está en crisis; y un país, en solitario, hizo un gesto para recordarlo.

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