Santos: el discurso maniqueo de la derrota

Al atardecer del domingo 25 de mayo, alzó su voz el Presidente Santos en la sede de su campaña reeleccionista. Parecía el atardecer melancólico de su mandato, no renovable, en sus palabras quemadas por el maniqueísmo. La escuela de su aprendizaje es de vieja data. Maniqueo o Manes, es el autor de una herejía del cristianismo que se inició en el año 242 de nuestra era y se extendió por el Medio Oriente y el imperio romano. Maniqueo murió crucificado por orden del rey Baharam I, pero su influencia se extendió por mil años. El maniqueísmo es la polarización de la realidad que suprime los matices y que elimina la complejidad de los hechos sociales y políticos y divide a las personas, las ideas y la sociedad en dos grandes grupos: los buenos y los malos. El santismo maniqueo se autocalifica en proclamar una bipolaridad irreductible, tal como lo dijo en el acto en que declaraba que los colombianos nos dividimos en dos corrientes: los que quieren la paz, corriente que él encabeza. Y los que están por la guerra, que son los otros que no están con Santos.

El Presidente maniqueo abrió la campaña para la segunda vuelta electoral, disparando con escopeta de perdigones para todos los lados. Él, y solo él, es el abanderado, el cruzado por la paz, tal y como lo hacían los reyes y los Papas europeos en las Cruzadas que tenían como objetivo religioso y político, reconquistar la Tierra Santa en manos de los turcos otomanos, pero cuyo estímulo guerrero era saquear los bienes del enemigo pagano, los infieles. Por supuesto que Santos no saquea los bienes de sus contendores. Para eso tiene el recaudo de los impuestos y el presupuesto de la nación.

Dijo Santos, el maniqueo, el Moisés que no llevará a la Tierra Prometida: “los colombianos tendrán dos opciones: escoger entre quienes queremos el fin de la guerra y los que prefieren la guerra sin fin, y vamos a ganar con la paz, ese es nuestro norte…” Este engañoso predicado no depende de Santos, depende de las Farc y del Eln. Y hasta ahora no ha logrado obtener hechos militares de paz, ya que “la guerra” son hechos militares. No hay entrega de armas, no hay desmovilización, no existe un alto al fuego o tregua indefinida que demuestre intención de armisticio o determinación convincente de que marcha hacia el fin del que las dos partes denominan “el conflicto social y armado”. Quien quiere la paz verdadera lo primero que hace es silenciar su fusiles.

Para el Presidente-candidato está clara la confrontación política maniquea: los que están conmigo por la paz y los que están por la guerra y contra mí. Esta bipolaridad hay que romperla con actos de veracidad política. El país no está dividido por la paz, sino por los que hacen la guerra, por quienes utilizan la violencia para alcanzar el poder, por quienes están sindicados de delitos de lesa humanidad y crímenes de guerra. Esos son los que han partido la nación, con un hecho tremendo que espanta: se les ha sumado el Presidente-candidato que los protege y les acolita sus pretensiones de cambiar la estructura del Estado, cogobernar en las regiones y perdonarles sus crímenes. Esa es la paz de Santos. Ni siquiera es la paz de las Farc, porque aspiran a más convenios y a estirar los diálogos, puesto que el tiempo es un factor que les favorece, mientras que a Santos el tiempo lo conmina a las tres semanas que anteceden a la segunda vuelta. Visto así el desafío de Santos, resultan más peligrosas y negativas para la democracia su aspiración y sus propuestas, que las mismas Farc, ya que la guerrilla está en lo suyo, con las armas y aliados externos, y reclama el poder para “los soviets”, para el Partido y para los “comandantes”. Mientras que Santos nos pide a los colombianos que lo sigamos en su aventura de llegar a un tratado de paz a cualquier precio, con tal de ganar la reelección. Las Farc pueden esperar, pero Juan Manuel no. Se le acabó el tiempo y se le secó la razón. Por eso perdió las elecciones el 25 de mayo y las va a perder el 15 de junio a las 4 pm, día de su funeral político y de fiesta nacional.

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