Se le mintió al país, sencillamente

Y, bueno, cómo no, al mundo. Porque qué va a saber un presidente del Consejo de Seguridad de la ONU o de la Asamblea General acerca de la zarandeada Constitución de Colombia y de los pormenores que aún se negocian en La Habana y que no han terminado de acordarse (“nada está acordado hasta que todo esté acordado”).

Los invitados externos a los actos de La Habana sólo saben de un presidente en Colombia que ha conseguido cesar el fuego —que no es poca cosa— en una guerra de 50 años (con la cifra se juega y con la guerra que no siempre ha sido la misma) y que está siendo absorbido por el torbellino izquierdista de Latinoamérica. Para los invitados eso poco importa: el viaje es a Cuba, a La Habana, al delicioso clima, al aire salobre, a las viejas bodegas, a sus curiosos autos viejos, a una grata permanencia.

La gente acude por el ruido internacional. En tiempos de globalización poco interesan las inquietudes internas de cada país; lo que se muestre en la superficie exterior, eso importa y basta. Santos perdió los mares de Colombia y entregó el país a la antidemocracia reinante en la región, pero su lucimiento exterior es innegable. Su amistad con Obama, su roce con la corte inglesa (aposentado con la reina), sus visitas al Vaticano, con su digna esposa excluida; la asistencia a la posesión de sus colegas, incluida la de Maduro (el último en llegar, pero llegó); la Cumbre de las Américas (bueno, ahí fracasó), su presencia en Naciones Unidas, su discurso reiterativo de paz.

Las cosas no estaban todavía acordadas. Temas espinosos gravitaban aún sobre el aplauso de los invitados y pasajeros del jubiloso Júpiter, que transportó hasta el país de los Castro a colombianos ilustres y amigos de la casa, exultantes por el éxito del verdadero piloto de ese aeroplano de gloria, al momento en que éste abordó la nave. ¡Viva Santos!, y no faltó quien rechiflara (en apoyo).

Una tarde oscura de Londres, como sus salones más adustos, con lienzos del pasado, sin duda uno de Sir Arthur Neville Chamberlain, de almidonado cuello y flexible cerviz, allí, en ese salón de un posible apartamento de la capital inglesa, el expresidente don Juan Manuel Santos, ya Nobel de la Paz y figura del jet-set europeo, tal vez reciba malas noticias de su país. Cavilará, entonces, sobre lo que concedió mal y aprovechó bien la antidemocracia para descuadernar la República, que una vez estuvo en sus manos y en las de su hermano mayor.

El expresidente no regresará más a Colombia, ni siquiera invitado por la vicepresidenta, doña Piedad Córdoba. Y que el día esté lejano cuando se le pregunte, perpetuo embajador, lo que se le preguntó una mañana al benemérito López Pumarejo: ¿qué tenemos para hoy, señor embajador? (“para hoy tenemos que el embajador se muere”, respondió).

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