Se puede preguntar, Presidente

En tanto el Procurador ciña sus preguntas sobre el proceso de paz a la defensa de la sociedad y del orden jurídico que la Constitución le encomienda, el Presidente debe aceptar y tolerar ese ejercicio.

Ante los alcaldes del país, el viernes de la semana pasada en Cartagena, el presidente de la República, Juan Manuel Santos, reiteró su posición de buscar el fortalecimiento de las instituciones, su perfeccionamiento a través de las reformas, en vez de acabarlas cuando las personas que las componen y representan tuercen el camino y optan por las actuaciones ilegales o las directamente corruptas.

Pero a renglón seguido, el presidente cambió el registro y dio paso a otro tono de discurso. El Jefe de Estado que defendía la estabilidad institucional pasó en cuestión de pocos párrafos al papel de jefe político afanoso de, primero, prometer a los alcaldes que les va a derogar la Ley de Garantías Electorales para que no tengan cortapisas de contratación al finalizar sus mandatos, y, segundo, exigir al Procurador General de la Nación que “no se meta” en el proceso de paz, ya que este es competencia exclusiva del Presidente.

Si la promesa de quitar impedimentos fijados en la Ley de Garantías es un asunto muy delicado, el segundo también lo es, por lo que implica de conflicto de poderes y competencias, y porque de esa polémica depende que el presidente se considere exento de controles o, por el contrario, que la sociedad colombiana pueda contar con ciertas garantías de un acuerdo de paz más ajustado a los límites jurídicos, nacionales e internacionales, en materia de justicia, no impunidad y reparación a las víctimas.

Ya es este el tercer episodio, referente en concreto a la paz, en el que el presidente y el procurador general afilan sus espadas jurídicas y políticas para hacerle saber al otro que hay zonas que no deben cruzar. Y no será el último.

Es posible que el Presidente juzgue la labor del procurador Alejandro Ordóñez no como la de un jefe del Ministerio Público, representante de los intereses de la sociedad, sino como la de un contrincante político, seguramente con pretensiones electorales. Y a lo mejor el propio procurador da pie para ello, tanto por el tono usado como por los escenarios escogidos para hacer sus pronunciamientos.

No obstante, como sostuvimos en la anterior trifulca, en la que hubo cruce de cartas oficiales, los argumentos esgrimidos por uno y otro no pueden reducirse a la reseña de una guerra de vanidades.

Que el Presidente de la República es el máximo responsable de la política de paz nadie lo duda. Pero nadie duda tampoco que ello no le habilita para hacer cualquier cosa, ni asumir compromisos en nombre del Estado y de la sociedad que rompan la dignidad nacional, la justicia, los valores democráticos, la división de poderes, la vigencia de un orden justo.

Lo que el Presidente acepte o comprometa en La Habana tiene efectos para 48 millones de colombianos. Y no puede pretender que todos acepten mansamente, acríticamente, cualquier cosa. Es propio de los gobernantes que llevan largo tiempo en el mando que no acepten ni críticas ni objeciones ni preguntas. Y que les moleste el tono que no se acople a la genuflexión que demandan de sus subordinados.

El Procurador hará bien en ejercer la vigilancia que le compete, en los términos que la Constitución le atribuye. En propugnar por el respeto al orden jurídico y la vigencia de la ley en los eventuales acuerdos de paz. Descartando de paso, para mayor legitimidad de su ejercicio y credibilidad de sus ejecutorias, posibles cruces de cables entre su labor como procurador y su hipotética aspiración inmediata a cargos de elección popular.

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