Seduciendo al presidente

Es intenso el forcejeo entre liberales y la U por granjearse los amores del presidente Santos. El juego del presidente consiste en dejarse cortejar por igual, pues sus acuciosos consejeros le sugieren que no se decida, a ver si de pronto encuentra la forma de alargar un año más esa sensación de estar con todos, cuota inicial de una probable reelección.

El liberalismo, un partido exangüe, anda en busca de un líder providencial, un presidente con domicilio acogedor. Como a Santos no le fue bien en la asamblea del partido de la U, le hacen carantoñas e invitaciones de desagravio y como el palo no está para cucharas es mejor buscar un salvador después de ese deshonroso sexto lugar en las presidenciales no importa si la mano de quien le ataja en la caída libre es la un apostador a quien acusaron de mentiroso, tramposo y responsable de los falsos positivos.

El partido liberal juega una carta poderosa, todo un as, al declarar a Santos jefe natural de la colectividad. A Simón Gaviria, el buen lector, le hacen entender desde casa paterna, que esa era la decisión correcta. En las toldas rojas del otrora partido del pueblo, se unen, porque a reconciliar mandan, enemigos que se habían jurado rivalidad eterna. Juntitos, unidos en torno de quien nunca dejó de ser liberal, estarán Gaviria, Samper, Serpa, Pardo, Hommes, galanistas y turbayistas. Ver para creer, existir para sufrir. Ellos y todos sus sesudos capitanes, Cristo, Sánchez, brindarán por la colectividad rediviva y recargada.

Lejos, en el pasado casi borroso de la memoria quedaron las marcas de dirigentes geniales del partido que enseñó en el siglo XIX a pensar en términos libertarios y republicanos como Ezequiel Rojas, José Hilario López, Murillo Toro y en el siglo XX alumbraron la sociedad con ideas y reformas avanzadas como Uribe Uribe, Olaya Herrera, López Pumarejo (el grande), Alberto Lleras, Eduardo Santos y Jorge Eliécer Gaitán, por mencionar los más sobresalientes. Entre el pasado y el presente la diferencia es abismal. Los recientes gobiernos liberales cargan a sus espaldas, junto con mandatos conservadores, en las últimas 4 décadas, el pesado fardo de haber dejado crecer los monstruos que hoy atormentan a Colombia: la miserable violencia de grupos armados irregulares con el consecuente debilitamiento del Estado, el lacerante narcotráfico, las grandes desigualdades sociales y la cancerosa corrupción, que, como pestes, amenazan las pocas fortalezas que le quedan a nuestra sociedad en materia de democracia y libertades, disposición a la felicidad y lucha por la sobrevivencia.

En nuestro pasado no hemos encontrado una situación en la que un presidente jugara a estar de un lado para el otro buscando acomodo partidario ni los partidos sufrieran de anemia de liderazgo. La situación de Santos es única, es caso raro, no apto para cuerdos ni para democracias que respeten reglas del juego: un presidente elegido con un programa y contra unos rivales -en eso dicen que consiste la disputa electoral democrática- resolvió aliarse con estos y tirar por la borda los compromisos, algo así como que Obama luego de ganar las elecciones saliera a cogobernar con Romney y con sus políticas, que tanto criticó en campaña.

En el partido de la U, los poco leales jefes Barrerras, Benedetti y Olano no se quisieron quedar atrás en las demostraciones de galantería y forzaron una cena con el presidente para evitar que le quiten la mermelada de los puestos, a contrapelo de las bases uribistas que están descontentas con su travestiada.

Parece razonable concluir que Santos se acerca cada vez más a esa situación que alguna vez le enrostrara Horacio Serpa al exvicepresidente Humberto De la Calle, en la que el armadillo sentado frente a un árbol de coco decía: “yo a este árbol ni me subo ni me bajo ni me quedo aquí tampoco”.

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