Todos en el suelo

El fantasma de la impopularidad recorre los palacios presidenciales de América Latina. En casi todos sus países, en mayor o menor grado, la imagen de los mandatarios ha caído. La favorabilidad de Dilma Rousseff es de un horrible 7%; Michele Bachelet, el 25%; Santos, Humala y Peña Nieto tienen cifras por debajo del 30%.

Hace sólo diez años la situación era completamente diferente. América Latina le mostraba al mundo que sus presidentes –de derecha, centro e izquierda– gozaban de un amplio respaldo. La favorabilidad de Lula, Chávez, Uribe y Bachelet, según las encuestas, superaba el 50%. Estos personajes se proyectaban ante el mundo como líderes carismáticos, capaces de conducir sociedades complejas que por mucho tiempo parecieron ingobernables. Sobre estos prestigios se construyeron proyectos de reelección y algunos mitos populares. No pocos analistas, contagiados del entusiasmo, proclamaron que América Latina era la región del futuro.

Algunos se preguntan sobre las causas del contraste entre el prestigio de los presidentes de hace una década con la menor popularidad de los de hoy. Aunque ciertos observadores que comparan a Chávez con Maduro y a Lula con Rousseff se apresuran a señalar que la diferencia radica únicamente en las calidades personales de los distintos mandatarios, otros importantes factores están en juego.

La clave la da el caso de la presidenta Bachelet. La persona que terminó su primer gobierno con una popularidad del 70% es la misma que hoy padece de una enorme impopularidad. Aunque algunas de las políticas y errores de su segundo mandato han creado gran inconformidad, no hay duda de que los vaivenes de la economía –boyante en su primer mandato, raquítica en estos días— han jalado su popularidad, primero hacia arriba, después para abajo.

Hace diez años los precios de los productos de exportación de América Latina eran elevados. Las economías crecían bien, sus gobiernos tenían dinero y gastaban con largueza. Las monedas se revaluaban, aumentaba el empleo y se expandían las clases medias. Con lenguajes y políticas populistas sus mandatarios se mostraban generosos y manilargos, unos con los pobres, otros con los ricos, más de uno con los ricos y los pobres. Se crearon subsidios directos que llegaron a millones de personas (Bolsa Familia en Brasil, los bonos chilenos y Familias en Acción en Colombia). La distribución masiva de recursos consiguió el agradecimiento y la admiración de buena parte de la población. Esta fue la raíz de la popularidad presidencial que registraban las encuestas.

Las cosas han cambiado. Los precios internacionales del petróleo, el carbón, el cobre y la mayoría de los productos agrícolas han caído. Las economías crecen muy poco o ya no crecen. Las monedas se devalúan, sube la inflación y se generaliza el pesimismo. Con menos recursos, los gobiernos tienen menos margen de acción. Como todavía están frescos los recuerdos de los días de abundancia, la gente siente con dolor la bonanza perdida y culpa a los mandatarios de la situación.

Esto, por supuesto, no es todo. Además de los problemas comunes, hay asuntos particulares de cada país que intensifican los efectos del malestar económico: la corrupción de Petrobras, la ineptitud y brutalidad del gobierno de Venezuela, los casos de corrupción y la reforma tributaria de Chile, los desmanes de la guerrilla en Colombia…

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