Tres discrepancias con Rafael Guarín

Tengo aprecio y admiración por Rafael Guarín, no solo como jurista, sino como experto en seguridad y atinado comentarista de la situación política. Suelo compartir sus opiniones sobre distintas materias.

Sin embargo en las últimas semanas Guarín ha expresado en diversos escenarios apreciaciones sobre al menos tres asuntos, que se alejan de su tradicional sindéresis, y que merecen unos comentarios amigables pero no por eso menos francos.

El primero, sobre el fallo de la Corte Constitucional que declaró exequibles dos artículos del Marco Jurídico para la Paz (66 y 67), demandados precisamente por el mismo Rafael Guarín, quien consideró con justeza que contradecían el cuerpo de la Carta Política al permitir que pudieran participar en política personas que hubieran cometido graves delitos como los trasnacionales (el narcotráfico en primer término), actos de terrorismo y graves violaciones a los derechos humanos. Ninguno de ellos fue exceptuado por el Marco Jurídico para la Paz, de suerte que pueden ser incorporados por el Congreso como “conexos” con el delito político y objeto de indultos y/o amnistías, así aparezcan disfrazados como parte de la “justicia transicional”.

Aunque la Corte desechó una ponencia más laxa, que en principio permitía sin condiciones la participación política de los criminales aunque fueran condenados, no por ello su fallo es menos grave. Lo central es que negó la demanda de Guarín y avaló los artículos del MJPP. Conservó inalterada la limitación a participar en política de quienes hubieran cometido delitos de lesa humanidad o genocidio, explícita en el MJPP, pero permitió –sin limitación- que el Congreso defina cuáles otros delitos pueden considerarse conexos con el delito político.

Casi la única condición para la participación política de los criminales, aún los condenados, es que hayan cumplido las penas (que seguramente serán simbólicas, como se viene proponiendo desde los círculos oficiales) y que “se haya dado el inicio al esclarecimiento de la verdad y se haya contribuido a la reparación de las víctimas”. Ya no hay la exigencia que se hizo a los paramilitares (sin permitirles participar en política, se entiende) de confesar la verdad plena, sino apenas dar “inicio” al esclarecimiento de la verdad (idea absolutamente vaga en la cual puede caber hasta el informe de la comisión histórica que se acaba de instalar); y no de reparar a las víctimas, sino apenas “contribuir” a ello. Semejantes vaguedades solo son el anuncio de troneras por donde se colará la impunidad rampante.

Según mi percepción, la única explicación del comunicado expedido por la Corte que puede ser problemática para los intereses de la guerrilla y aún del gobierno, es aquella en que expresa que el MJPP no vulnera los legítimos derechos de las víctimas pues no permite la “concesión de amnistías o indultos, ni la prohibición de extradiciones”. Lo cual no significa que si otro acto legislativo dispone otra cosa la Corte no lo refrendará.

Sin embargo mi amigo Rafael Guarín, el erguido demandante de las normas que quedaron ratificadas, y cuya petición fue negada, se ha declarado satisfecho con el fallo de la Corte y piensa que las víctimas salieron gananciosas. Aunque al fallo se le pueden encontrar aspectos positivos, sobre todo si se compara con la ponencia más permisiva que se había presentado inicialmente, lo evidente es que su sentido es ratificar el MJPP y facultar al Congreso y al gobierno para definir los delitos “conexos” con el político, y fijar unas condiciones inocuas para hacerse merecedor a la participación en política.

Soy consciente de que otras voces expresaron también su complacencia por las condiciones que la Corte estableció para el MJPP -y que a mi juicio son inofensivas y fácilmente burlables por el Congreso y el gobierno-, incluido el mismo expresidente Álvaro Uribe. Sin embargo sigo convencido de que la Corte dejó abierta la puerta para que la impunidad se cuele en el proceso de paz que se adelanta, y que las talanqueras aludidas son simples saludos a la bandera.

El segundo punto tiene que ver con el reciente debate político adelantado por el Centro Democrático en el Congreso, denunciando las arterías oficiales para imponer fraudulentamente la reelección de Santos en los pasados comicios presidenciales. Paloma Valencia, destacada senadora del CD fue la voz cantante, presentando un sesudo y documentado análisis de los distintos factores que incidieron en el resultado de junio.

Uno de los puntos clave fue la denuncia de la presión armada de las Farc para respaldar al candidato vencedor, el mismo que había perdido en la primera vuelta. Análisis estadísticos de la votación en zonas de influencia de las Farc comprueban que ésta logró arrastrar a la fuerza una votación que Paloma estimó en unos 390.000 votos a favor de Santos. No porque las Farc tengan gran influencia política ni movilicen un electorado de esa dimensión, sino porque así lo dictaron con el poder intimidante de sus fusiles, para lo cual contaron con la complicidad oficial. Además de que persiguieron con saña a los dirigentes del CD, asesinando a unos, desterrando a otros.

Apelando a un malabarismo conceptual increíble, para Guarín eso significó un endiosamiento de las Farc, al adjudicarles un caudal de votos inimaginado, y su legitimación, porque de esa manera se les elevó a la categoría de partido político. En su cuenta de Twitter trinó de esta manera: “FARC no tiene capacidad de poner 400 mil votos ni con Piedad Córdoba haciendo los escrutinios! Uribistas: No las legitimen como partido pko!”, y “Los camaradas de las FARC deben estar felices: el uribismo las reconoce como fuerza política que pone 400 mil votos! Quieren otra cosita?”.

¡Por Dios Rafael! Una cosa es que impusieran a los votantes la obligación de votar por Santos, so pena de muerte, que fue lo que ocurrió y lo que denunció la senadora Valencia, y otra muy distinta que por ello se les reconozca como fuerza política o se piense que tienen tan alto número de votantes. Los cuatrocientos mil votos no los pusieron, los impusieron. Es tan claro y sencillo que no necesita más análisis.

Y lo tercero es la defensa que acaba de hacer Guarín de la presencia de una comisión de oficiales activos de las fuerzas armadas en Cuba para reunirse, de igual a igual, con una comisión de los narcoterroristas. A su juicio no es un deshonor para las fuerzas militares como lo ha denunciado el uribismo.

Creo que, al igual que otros analistas, Guarín confunde dos cosas. Una es la participación de las fuerzas armadas en una eventual desmovilización y desarme de la guerrilla, para asesorar al gobierno en aspectos técnicos y logísticos, lo que sería explicable aunque de ninguna manera implique que militares activos se sienten en igualdad de condiciones con los narcoterroristas. Eso fue lo que ocurrió con los paramilitares: desmovilización y desarme, sin necesidad de que oficiales activos de la fuerza pública tuvieran que reunirse con los delincuentes.

Y otra cosa es la “dejación de las armas” (no su entrega), y un cese bilateral al fuego. Que es lo que seguramente se discutirá en la mesa de La Habana. Y que es lo deshonroso. De allí también lo impropio de las alusiones de Guarín al fin de la segunda guerra mundial. Los militares aliados se reunieron con los nazis para aceptar su rendición y la entrega de sus ejércitos, no para pactar ninguna otra cosa. Pero negociar un cese el fuego entre guerrilla y militares activos, sin acuerdo para entrega de armas ni desmovilización, es elevar a la guerrilla a la calidad de parte equivalente en el “conflicto”, que ostenta estatus jurídico similar. Ni más ni menos, pienso, la materialización de la vieja idea de Tirofijo de conseguir la categoría de fuerza beligerante.

Aprovecho la ocasión para referirme a la estupidez de Gabriel Silva en su columna de El Tiempo el domingo pasado, cuando afirma sobre la presencia de oficiales activos en La Habana: “Si llegase a prosperar la idea de marginar a los militares del proceso, se quedarían otra vez aislados y correrían graves riesgos jurídicos.” Increíble que una persona que fue ministro de defensa y se supone que conoce del tema, salga ahora a señalar que en Cuba los militares van a negociar su situación jurídica con la guerrilla, para evitar los “graves riesgos” que conllevaría su ausencia. Oprobioso.

El mismo Silva en otro párrafo de su columna defiende la creación del tal Comando de Transición que anunció Santos, en razón del “rol central que jugará la Fuerza Pública en la planeación del futuro de la patria”. Aparte de esa necedad, mayor que la ya citada, la calificación del comando como de “transición” -precisamente el terminajo de Sergio Jaramillo para indicar el período de cumplimiento de los acuerdos, que estima sean unos diez años-, nos deja una gran duda. ¿Será que habrá un comando militar para un acuerdo de cese el fuego bilateral por un largo período de tiempo, mientras se cumple la tal transición? ¿La mentada “tutoría armada” de los facinerosos mientras se cumplen las promesas del gobierno?

Ya las Farc empezaron a responder que ellas también tendrán su “comando de transición” y han ratificado que no discutirán desarme ni desmovilización. ¿Hacia dónde nos lleva Santos?

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