Un ensayo de Jesús Vallejo Mejía

Desviaciones peligrosas

Se habla de dos inquietantes distorsiones del sistema judicial que contribuyen al deterioro de la institucionalidad en los tiempos que corren: la judicialización de la política y la politización de la justicia.

La primera alude al hecho de trasladar al escenario judicial el debate político, sobre todo el de la baja política a través de la cual se busca producir cambios en las constelaciones de poder, destruir el prestigio de los protagonistas, entorpecer las acciones, influir sobre los procesos electorales, etc.

La segunda suele ser resultado de la primera y se da cuando las autoridades judiciales se convierten ellas mismas en agentes políticos, no sólo para ponerse al servicio de causas partidistas, sino del incremento de su propio poder hasta el punto de configurar lo que no pocos observadores han considerado como la dictadura de los jueces.

Estas dos tendencias son claramente visibles en Colombia hoy por hoy y plantean graves amenazas institucionales.

Como bien lo señalan los estudiosos de la política, ésta exhibe una cara de lucha por el poder en la sociedad en todos los frentes y prácticamente por todos los medios.

Una de las tareas de la civilización consiste precisamente en someter esa lucha a reglas que traten de minimizar los efectos perniciosos de la competencia y extraigan de ella lo que conviene, vale decir, el triunfo de las ideas, las personas y las estructuras más aptas para el bien común. Pero no es tarea fácil, pues siempre estará presente la tentación de considerar que en la política, como en el amor, todo vale y todo se puede.

Los escenarios propios de la controversia política están en los parlamentos, los partidos, las organizaciones cívicas, la prensa, los cenáculos, los clubes, los cafés y, en general, los espacios abiertos a la sociabilidad, si bien se considera que algunos de ellos deberían excluirla en aras de su propia conservación. Por ejemplo, en ciertos círculos sociales se piensa que no es de recibo discutir de política ni de religión, porque estos temas introducen fisuras capaces de disolverlos. Y, en términos generales, se cree que el púlpito debe ser ajeno a los debates partidistas, aunque es algo que amerita examinarse considerando distintos matices.

Pues bien, en lo que concierne a la civilización política, hay bastante consenso acerca de la necesidad de que los jueces estén por encima de las controversias partidistas, de modo que no se presten a ser instrumentos de los grupos que pugnan por el poder. Y se espera además que éstos limiten sus confrontaciones a los espacios que les son apropiados, sin ir más allá de los mismos, dado que el extralimitarlos podría ser perjudicial para todos.

En una democracia, el supremo juez de las disputas políticas es el electorado, al que le corresponde resolver sobre las líneas de acción, los dirigentes o los equipos que, por gozar de su confianza, merecen seguir adelante.

Pero hay protagonistas que tratan de impedirles a otros el acceso al escenario electoral, o de descreditarlos ante el público, o de vedarle a éste la posibilidad de decidir, a través de procedimientos que les dan a los jueces el poder de pronunciar la última palabra acerca de asuntos que deberían ser del resorte de la decisión ciudadana.

En los últimos años hemos presenciado varias  controversias políticas que han terminado desatándose en los medios judiciales. Por ejemplo: las discusiones sobre la narcopolítica durante el gobierno de Samper, así como las de la parapolítica, la reelección, el DAS, el programa AIS o la aplicación de la Ley de Justicia y Paz,  en el de Uribe.

En todos estos eventos, los interesados en obtener ciertos propósitos se esmeraron, con buenas razones o sin ellas, en construir casos susceptibles de dar lugar a la apertura de procesos jurídicos y no políticos, por lo menos en teoría.

Independientemente de si se justificaba o no llevar todas estas controversias al ámbito judicial, en varias de ellas lo que se vio fue que lo que unos actores tenían perdido en los escenarios de decisión propiamente políticos, quisieron recuperarlo por la vía de los pleitos. O sea, que la batalla política se transformó en batalla judicial.

Ahora bien, cuando los jueces quedan encargados de dirimir las controversias políticas a las que se dan tintes jurídicos, sus poderes, desde luego, se incrementan y tienden a darles protagonismo político, con todo lo que ello entraña.

Aquí hay que considerar especialmente dos aspectos de la cuestión. El primero, que el protagonismo político de la judicatura trae para ésta tentaciones difíciles de resistir. El segundo, que la hace objeto de las controversias partidistas, en la medida que ella misma se va convirtiendo, deliberada o inconscientemente, en una facción más a la que hay que apoyar o combatir según los intereses que se tengan.

Pues bien, es dudoso que la Fiscalía, la Corte Constitucional y la Corte Suprema de Justicia, por no mencionar otras autoridades judiciales, hayan resistido a la tentación de convertirse ellas mismas en actores del juego político, pero es tema que tendré que examinar por separado más adelante. Y puesto que han descendido del alto sitial en que quiso ubicarlas la Constitución, han quedado expuestas a los mandobles de los contrincantes, quienes les han perdido el respeto.

Este es otro tema que merece consideración especial. Lo he dicho y lo reitero: es urgente recuperar la respetabilidad de las instituciones, sobre todo las judiciales.

El respeto recíproco que se deben las autoridades entre sí y el que los gobernados les deben a aquéllas, es algo que no depende de la normatividad, pero la condiciona de modo inexorable. En otras palabras,  no cabe imponerlo por la fuerza coercitiva que el Estado pone al servicio del ordenamiento jurídico, sino que surge de la confianza de las comunidades y el comportamiento decoroso de quienes ejercen las funciones públicas; pero si desaparece o se debilita, se produce un déficit de legitimidad, es decir, de la fuerza en que en últimas reside el poder de las instituciones.

La respetabilidad es una condición moral que va más allá de la juridicidad y sin la cual ésta no logra consolidarse ni mantenerse.

El activismo de la Corte Constitucional ya ha dado sus malos frutos y, no sin razón, acaba de denunciar Rafael Nieto Loaiza que, en virtud de fallos como el que recientemente pronunció sobre el aborto, vivimos hoy en medio de la arbitrariedad jurídica.

De la Corte Suprema de Justicia, ni qué decir. José Obdulio Gaviria afirma a rajatabla que configura un partido que le hizo oposición al gobierno de Uribe, y creo que los hechos no lo desmienten.

Acerca de la Fiscalía, me limitaré, por lo pronto, a señalar que, fuera de ser uno de los grandes fracasos de la Constitución de 1991, representa hoy un factor de zozobra para los derechos de la ciudadanía.

Ojalá que Santos haga caso a lo que le advirtió hace poco El Colombiano en un severo editorial, a saber: que en la elaboración de la terna para la elección de nuevo Fiscal piense en los altos intereses del Estado y no en componendas politiqueras como las que dieron lugar a la oscura elección de Vivian Morales.

A propósito de ello, el encargo que acaba de hacer la Corte Suprema de Justicia deja muchísimo que desear, pues no faltan los que piensan con buenas razones que la Fiscalía no sólo continuará bajo el control  del samperismo, sino también quedará bajo el del tristemente célebre Colectivo de Abogados que actúa dentro del esquema de la combinación de las formas de lucha que aspira a dar al traste con nuestro sistema de gobierno e imponernos una dictadura comunista.

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