Un lenguaje sin mermelada

Como ha sido usual en sus apariciones, al presidente Santos le queda siempre algo por aclarar, precisar o desenredar. Es probable que al sugerir que se modere el lenguaje del conflicto esté animado de buenas intenciones, pero no ha sido explícito y, por el contrario, ha hecho una invitación impertinente a que se haga referencia a la guerrilla con amabilidad, valga decir, como define el Diccionario con sinónimos, en tono afable, complaciente, afectuoso, “digno de ser amado”. ¡Qué tal!

Si hoy 20 de julio estamos recordando el Grito de Independencia, esta fecha tiene un profundo significado gracias al uso de la palabra, a la utilización franca y directa del lenguaje como esencia de la soberanía individual y colectiva. Aquel día histórico no se hizo una declaración tibia y timorata, ni el Tribuno del Pueblo Acevedo y Gómez habló al caer la tarde con miedo y frases alambicadas desde un balcón. Todo tuvo la suficiente contundencia verbal como para que no quedaran dudas. Si no hubiera sido así, no se recordaría aquella jornada.

Somos lo que decimos, lo que hablamos. Somos de palabras. Si estas se envuelven en eufemismos y se asordinan, pierden el verdadero sentido y pasan a ser expresiones inoficiosas de melosidad e hipocresía. En la ética del periodismo, el lenguaje es un componente primordial, por obvias razones. Claro que las palabras pueden crear situaciones de crisis, a la vez que las reflejan, así como pueden contribuir a la aproximación de los opuestos. La prudencia no es incompatible con la veracidad, pero el disimulo, la alteración de las palabras por temor sí pueden equivaler a pusilanimidad, miedo y falsedad. En una interlocución entre contrarios, la adopción de un lenguaje azucarado crea sospechas, resta credibilidad y confiabilidad y hace imposible cualquier tipo de acercamiento dialógico.

Además, si el mandatario propone el desescalamiento del lenguaje, puede comenzar por dar ejemplo: No sólo con los señores de las Farc sino también con todos los contradictores, críticos, cuestionadores u opositores de todos los lados y colores debe practicarse el modo respetuoso de expresión. Respetuoso pero franco, directo, pleno de dignidad.

Despojar las palabras de contenido agresivo, provocador, insultante, prepotente, arrogante, discriminatorio, debería ser, así lo he creído siempre, un compromiso ético de todos los ciudadanos, incluidos, por supuesto, los periodistas que aspiramos a que la paz justa e integral, con todos los que quieran edificarla, sea realidad algún día. Pero esa suerte de necesario y conveniente compromiso colectivo no debe restarle fuerza a la razón, ni confundirse con el buenismo que deja en obvia desventaja y en condición de dependencia a todo aquel que por una pretensión ingenua de amabilidad le pone al lenguaje más azúcar, más stevia o más mermelada de la cuenta.

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