Un tribunal de cómplices

Existen cuatro clases de tribunales de de justicia transicional: los nacionales, los internacionales, los “híbridos” o mixtos… y el que el Gobierno y las Farc acaban de pactar.

Los tres primeros tienen bases conceptuales, fortalezas —y debilidades— bien establecidas. El de Colombia en cambio es una gran innovación, pero lo es por ser un esperpento.

Según el texto de 27 páginas que no ha sido firmado pero todos conocemos porque las partes lo anunciaron con bombos y platillos, la “Jurisdicción Especial de Paz” estará integrada por cuatro salas y un tribunal con 20 magistrados colombianos y CINCO extranjeros, que serían escogidos por una comisión paritaria del Gobierno y las Farc.

Los jueces extranjeros se presentan como una garantía de imparcialidad y una manera de blindar los procesos contra su revisión eventual por parte de las cortes internacionales. Sería un sistema “híbrido”, como los de Kosovo (1999) y Timor (2000), donde jueces extranjeros se integraron a la justicia doméstica o, más exactamente, como los de Sierra Leona (2002) y Camboya (2005), donde se creó una corte de composición mixta.

Con un detalle que lo haría muy distinto: que en esos cuatro países medió un acuerdo con el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para crear el sistema. Se trataba de hacerlo más cercano, menos costoso y por ende de juzgar a más culpables de lo que habían hecho los tribunales internacionales, desde Nuremberg y Tokio (1945) hasta la antigua Yugoslavia (1993) y Ruanda (1994).

Pero Colombia salió con un chorro de babas. No es tener la autoridad moral de Naciones Unidas, sino intentar hacer creer al mundo entero que un juez es más legítimo o imparcial porque nació en Alemania o en el Perú: ¡No seamos tan pendejos!

Queda entonces la opción de una justicia o un tribunal nacional, como los que han operado en muchos otros países —incluyendo el de “Justicia y Paz” que Uribe fabricó para las Auc—. Y aquí entraría la segunda innovación: que este será el primer caso de jueces que no nombra el Estado sino una comisión donde están representados precisamente los que van a ser juzgados.

El esperpento viola por los menos tres principios del derecho elemental: el de un juez independiente de los procesados, el de la imparcialidad y el de la preexistencia de los tribunales. Es más: la Constitución de Colombia no permite que el Estado delegue su más obvia función soberana, la de escoger a quienes puedan ordenar la aplicación de castigos penales.

Y si la Corte Constitucional no lo tumba —dando un golpe letal al proceso de paz—, este “articulito” tendría al menos tres complicaciones:

—Una geopolítica, la de reconocer a las Farc el “estatus de beligerancia” o la condición de cuasi-Estado de sopetón y cuando están más lejos de haberlo conquistado;

—Otra de equidad, la de que jueces “de la línea Farc” acaben por juzgar a los demás actores del conflicto armado;

—Y otra de moral básica, porque si el Estado en efecto representa a esos otros actores —comenzando por los paramilitares—, estamos ante el “intercambio de impunidades” que pisotea a las víctimas y haría una farsa del proceso de La Habana.

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