Una política obsoleta

A medida que el país político enreda con interpretaciones equívocas y casuísticas lo que en materia de justicia barruntan en La Habana, el país nacional sigue en babia sin saber a ciencia cierta qué fue lo que realmente se definió para deducir si el acuerdo de paz tiene bases sólidas o efímeras.

Los límites entre el país político y el país nacional cada día son más lejanos.

El país nacional lucha a diario en las universidades, en los foros académicos, en las fábricas, en las parcelas, en los hospitales, en los deportes, en las empresas de todos los tamaños, para elevar su nivel de vida económico, en salud, educación, enfrentando un Estado clientelizado y burocratizado que actúa no pocas veces como contraparte de sus derechos.

El país político, ahogado en el cacicazgo, se solaza con un Congreso compuesto por mayorías sumisas al Ejecutivo. Que aplasta a quienes levantan la voz para denunciar los excesos de administraciones e instituciones públicas, acallando el principio esencial del ejercicio de control político.

El país nacional se impresiona con un debate en donde las propuestas sensatas han sido superadas por agresiones verbales, denuncias sobre corrupción, acusaciones sobre nexos de candidatos con grupos delincuenciales. Ha sido un proceso electoral en el cual la judicialización de la política ha llevado a que los prontuarios sustituyan hojas de vida de buen número de aspirantes a las posiciones políticas y administrativas regionales.

Colombia requiere formar una oposición pública deliberante para crear un nuevo país nacional que proponga, fiscalice y busque el predominio de la ética pública en el sistema institucional. Un país nacional que rompa tantas desigualdades y se meta de lleno en la ciencia, la tecnología, las humanidades, la investigación, la cultura para transformar y modelar una sociedad menos inequitativa y más transparente.

Aquí pervive y sobrevive un país político inmediatista y habilidoso, movido sin estadistas, sin liderazgo. Descalificado, en su Congreso, en sus partidos, en su justicia, en todas las encuestas que se publican. Es una danza de polítiquería que marcha al compás de la música de gamonales electoreros sobre los cuales intentan eternizar sus feudos.

Tenemos un país político colmado de maquinarias y validos que mientras el país nacional discute y quiere reformas efectivas a la justicia, a la salud, a la educación, aquel polemiza sobre trivialidades comarcales, agendas sin sustancia y sin sentido de interés general. Un país político que compulsivamente aplica de Maquiavelo aquello de “la abolición de la dimensión moral en la política”.

Nunca se imaginaron los más pesimistas que cada día el país político seguiría igual o peor. Moviéndose en medio de equivocaciones, contradicciones, regresiones, sumido en un anacronismo clientelista. Por eso como reacción, empieza a irrumpir –esencialmente en las grandes capitales– el voto de opinión, antípoda del voto amarrado. Ambos acudirán simultáneamente este domingo a las urnas para elegir, unos a personajes decorosos e idóneos y otros, a no pocos salidos de extraños matrimonios por conveniencia, fruto de la decadencia de partidos políticos fuertes. Será el rito electoral de una democracia permeada por buena dosis de arribismo, trashumancia y transfuguismo.

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