Usando víctimas

Mauricio Rubio escribió una columna sobre el victimismo artificial de los homosexuales. La reacción de los activistas Lgbt, como era de esperarse, fue furiosa. Algo similar ocurrió con un artículo académico de Daniel Mejía que demostraba con datos estadísticos que la victimización de los sindicalistas no era diferente a la de los demás colombianos. La reacción fue aún más furiosa.

Alguien sugirió incluso que el ‘negacionismo’ se convirtiera en delito. Más allá de quien tuviera la razón en estos debates, ambos casos tienen mucho que decir sobre el proceso de construcción de las víctimas como actores políticos. En otras palabras, de cómo se identifican ciertos miembros de la sociedad como víctimas y de cómo surgen las organizaciones que los representan.

Lo que inmediatamente llama la atención en los casos de Rubio y de Mejía es que se trata de individuos que se reconocen como miembros de una misma comunidad por compartir unos atributos distintos al de ser víctimas. Los activistas homosexuales se organizan para denunciar y prevenir la victimización dirigida contra los miembros de una comunidad que comparte ciertas preferencias sexuales. A los sindicalistas los une el hecho de ser trabajadores de una actividad económica en particular.

Lo otro que llama la atención es que las organizaciones que defienden a estas comunidades de víctimas están compuestas por sus mismos miembros. En su gran mayoría los activistas Lgbt son homosexuales y los sindicalistas son trabajadores. Es decir, están identificados en carne propia con su causa.

Esto último podría parecer obvio pero no siempre es así. Por ejemplo, los principales líderes de las organizaciones reclamantes de tierra nunca han sido campesinos. Es cierto que movilizan y representan a los campesinos, así como que están genuinamente comprometidos con su causa, pero en la práctica son tramitadores de las aspiraciones de una comunidad de víctimas a la que no pertenecen.

Una consecuencia de la representación indirecta es la existencia de dos agendas. Una es la de las víctimas que ellos representan y otra es la de la organización como tal. No necesariamente coinciden. Para las víctimas el tema puede agotarse en la reparación y el reconocimiento de sus derechos. Para la organización el tema incluye además los recursos que pueda acumular y los cargos públicos a los que puedan acceder por representar a las víctimas. Es así que muchas ONG cobran un porcentaje de las ganancias que sus víctimas obtienen como indemnización y muchos activistas participan en elecciones públicas.

En sí no está mal que existan mediadores, que cobren y que tengan aspiraciones políticas. Sobre todo en casos donde la capacidad de interlocución con el estado es limitada por la escasa formación y experiencia de ciertos grupos de víctimas. Sin embargo, hay riesgos en la zona gris que queda entra ambas agendas.

Hay noticias de ONG que inducen a gentes a convertirse en falsas víctimas, lo que a su vez convierte en verdaderas víctimas del estado a quienes ellos denuncian. Ocurre porque sus directivas tienen mucho que ganar. No solo recursos por las indemnizaciones sino que posicionan su agenda política ante la opinión así no sea la misma que la de las víctimas.

Hasta ahora ni el estado ni la sociedad civil han hecho un esfuerzo por vigilar a quienes se aprovechan de una función sobre la que no debería haber la mínima sombra de duda.

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