Volvieron los del 8.000

Juan Manuel Santos les ha abierto ancho espacio para una de esas extrañas venganzas de la Historia contra quienes cometen el pecado de olvidarla.

Eran los primeros días de junio de 1994. La campaña presidencial de Ernesto Samper estaba perdida; las arcas habían quedado exhaustas y, lo peor, excedidos largamente los topes electorales vigentes. Solo un milagro salvaría esa empresa, desprestigiada y arruinada. Y el milagro se produjo. Entre el 10 y el 14 de junio pasaron por la sede samperista los responsables del debate, y a ninguno faltó una pesada caja, envuelta en papeles de colores llamativos, que llevaba la fortuna utilizable para la elección inminente. Traídos esos regalos a valor presente, montaban no menos de veinte mil millones de pesos de hoy.

El secreto no estaba bien guardado en la boca de delincuentes que no distinguen la prudencia y alguien con mucho poder grabó conversaciones concluyentes y estremecedoras. De su parte, el tesorero de la campaña, Santiago Medina, había tomado una precaución extravagante. No entregaría ninguna caja sin recibo firmado por su destinatario. Y por esas horcas caudinas pasaron, entre otros, Horacio Serpa, Aurelio Iragorri, Mario Aristizábal, Armando Benedetti, Ramiro Lucio, Samuel Moreno, María Izquierdo, Miguel de la Espriella. Algunos, como Piedad Córdoba, prefirieron el giro bancario.

El dinero que consta en esos recibos provenía de los hermanos Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela. El expediente recogió prueba plena de la manera como salió de sus cuentas corrientes, como se embarcó en avión de la mafia, como se entregó al periodista del cartel, Alberto Giraldo, como fue a parar a la casa de Medina y como se empacó, finalmente, en febril jornada, siguiendo las instrucciones impartidas por Horacio Serpa, comandante de la operación política.

Fernando Botero Zea tuvo el coraje del arrepentimiento y de la confesión. Y en más de 900 páginas de una indagatoria histórica reconoció su culpa y la de quienes con él acompañaron a Ernesto Samper en el capítulo más escabroso y vergonzoso de la Historia Política de Colombia. Por esas páginas pasa el relato cuidadoso y concluyente de las actuaciones del propio Samper, de Serpa, de Rodrigo Pardo, de Juan Fernando Cristo, de José Antonio Vargas Lleras, de Juan Manuel Turbay, de Juan Carlos Posada, de cuantos participaron en ese infame complot urdido contra la República.

Del proceso 8.000 quedaron la condena y la acción ejemplar de Fernando Botero y el olvido de la responsabilidad evidente de sus cómplices. Y también el proceso ante el Congreso de Ernesto Samper, acusado por voces que resuenan en el alma de los demócratas de Colombia. ¿Cómo olvidar los discursos de Íngrid Betancourt, de María Paulina Espinosa de López, de Pablo Victoria, de Santiago Castro en la Cámara de Representantes? ¿Cómo olvidar el valor civil de periodistas como Enrique Santos Calderón, Juan Lozano, María Isabel Rueda, María Elvira Samper, Mauricio Vargas?

Pero también quedó la villanía de cuantos absolvieron al sindicado contra centenares de miles de millones de pesos del erario que repartió entre sus investigadores. Quedaron crímenes que nunca se esclarecieron, el de la ‘Monita Retrechera’ y el del conductor de Serpa, por ejemplo, atentados que no se consumaron, de los que también fuimos víctimas, la pérdida infamante de la visa de Samper para los Estados Unidos y la muerte de quien se convirtió en el símbolo de un país que nunca quiso entregarse. El sacrificio de Álvaro Gómez Hurtado fue el precio más alto que pagó la República en su intento por salvarse.

Los del 8.000 han vuelto al escenario del que salieron hace veinte años llenos de humillación y de culpa. Están a las puertas de la ciudad sitiada. Juan Manuel Santos les ha abierto ancho espacio para una de esas extrañas venganzas de la Historia contra quienes cometen el pecado de olvidarla.

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