Y los niños siguen muriendo

Es la desidia, es la corrupción que se lo traga todo como un hoyo negro.

Es la ineptitud de los gobiernos uno tras otro. Es el fracaso contundente del Estado en todos sus frentes o la insensibilidad de quienes miramos para otro lado mientras las tragedias nos pasan cerca sin rozarnos. Unos dirán que es el destino, una maldición de dioses, o apenas una más de nuestras tragedias…

Es todo eso o nada, pero de pronto nos dimos cuenta de que los niños se nos están muriendo de hambre. Y no es de ahora, es de siempre y no es uno, son centenares, y no es pobreza porque la plata existe, pero se dilapida, se va por la cañería de los contratistas que cobran manjares y sirven miserias. Contratistas amparados en políticos que los protegen y los cuidan para hacer clientelismo y conseguir votos.

¿Cómo entender que hayan pasado años y se hayan muerto en nuestras narices y no nos haya importado?

Pero todos los que lapidan están (estamos) listos para señalar a alguien porque creemos que los problemas siempre vienen de los demás. Repartir culpas es la mejor manera de garantizar que no haya castigo para nadie. Por eso cuando se habla de niños muriendo de hambre cada quien responde por lo suyo y dice que se ha hecho lo posible y que los indicadores han bajado, que las causas son múltiples y las soluciones de mediano y largo plazo. Que le digan eso a la madre que enterró a su bebé de siete meses sin entender que su muerte era parte de “un problema estructural y complejo, pero que viene mejorando porque ya no son tantos”. ¿Eso le explica el duelo a una madre?

Y mientras los responsables se justifican, se lavan las manos y tratan de explicar lo inexplicable, los niños siguen muriendo. Y mientras yo escribo y usted lee, los niños siguen muriendo. Pero lo peor es ver a aquellos que apadrinaron a los corruptos, que se repartieron el botín y permitieron el saqueo, muy orondos en la fotografía al lado del presidente dándose golpes de pecho. Esos mismos que se han repartido la torta burocrática y han permitido el robo descarado de la plata de los niños hacen escándalo y pelean por mantener su cuota de poder. Esos que se hacen elegir con votos conseguidos sobre las tumbas de los niños, gritan como si no fueran sus grupos políticos los que permitieron el desastre.

Habría que preguntar a esos partidos cuál es la responsabilidad que tienen en la muerte de los niños, ¿qué hicieron sus gobernadores, sus alcaldes, sus cuotas burocráticas sembradas en el ICBF para evitar la debacle? Sería bueno saber cuánto dinero dieron a sus campañas los contratistas corruptos que se llevan la plata de los niños.

El castigo es escaso. Si se logran cancelar unos contratos por corruptos, los mismos con las mismas hacen otra empresa y vuelven a contratar. Si se sacan funcionarios por ineptos o delincuentes, entutelan para poder regresar. Si hay capturas no se pasa del rango medio o el menor y no se toca a los capos de esta mafia. El cáncer hizo metástasis y mientras la indignación cruza las redes sociales, los niños siguen muriendo. Son pañitos de agua tibia las colectas, las campañas y donaciones. Muchas de esas toneladas de comida terminarán tal vez dañadas en alguna bodega o vendidas al mejor postor hasta que lleguen las inundaciones y la solidaridad cambie de norte para ayudar a los damnificados mientras los niños siguen muriendo.

Y, claro, no pueden faltar las crónicas, muchas de ellas verdaderos ejemplos de pornomiseria en las que algunos periodistas se atreven a preguntar a un niño sin sonrojarse: ¿qué se siente tener hambre? Porque así sentimos que ayudamos. Y los niños siguen muriendo cuando se apagan las cámaras y micrófonos. Y los niños siguen muriendo mientras muchos padres de la patria protegen a los corruptos.

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