Yo el Supremo

Don José Gaspar Rodríguez de Francia y Velasco, más conocido como el general Francia, gobernó al Paraguay como le vino en gana. Dícese que él fue el padre de la Patria, el verdadero y -asegura la leyenda popular- único héroe de la independencia guaraní.

Llamábanlo El Supremo; su palabra era ley por encima de la ley. Un día resolvió que 5 años de mandato era muy poco tiempo y por encima de la voluntad de todo y de todos hizo que se le designara “dictador perpetuo” de la república paraguaya.

Su mito fue eternizado por Roa Bastos en una novela que desde el título lo dice todo: “Yo el supremo”.  Supremo ante Dios, ante los hombres y ante la ley.

Hace pocos días el Congreso colombiano, incentivado –establezcamos de una vez por todas y por decreto presidencial el verbo “mermeladizado”-, aupado y aplaudido por el Ejecutivo, aprobó una inicua reforma a la Justicia que más que una modificación a la Constitución es un oprobioso y nauseabundo entuerto entre las élites del poder nacional.

Una vez cogidos en la trampa, salió a flote el talante de nuestro Supremo. Circunspecto y acaso molesto, compareció en alocución nocturna. Enérgico dijo haber sido engañado y, como siempre en él, evadió la responsabilidad, tirando a los congresistas de su coalición al foso de los hambrientos leones.

La crisis no paró ahí, razón por la que el samperista ministro de Justicia tuvo que entregarse, luego de que se oyera una grabación suya en la que alababa al congreso por haber aprobado el engendro diabólico llamado reforma a la justicia.

Dura es la ley pero es la ley. Dicen nuestras normas que los actos legislativos, por ser obra del constituyente derivado –recordemos que la Carta puede ser modificada por el constituyente primario (el pueblo) o el secundario (el Congreso)- no pueden ser ni promulgados ni objetados por el Ejecutivo, rama que carece de facultades para reformar la Constitución. Pero a nuestro Supremo parece no importarle el mandato legal y, sin pestañear, se ha abrogado la potestad de emitir objeciones y comentarios sobre la reforma.

Lo decía un twitero en estos días: una inequidad, no puede ser tapada con una ilegalidad. Claro que la reforma es espantosa, claro que es una de las más abyectas trampas que el poder le ha hecho al pueblo colombiano en muchos años, claro que es un monumento a la impunidad. Todo aquello es cierto, pero no menos lo es que ya existe y hace parte de nuestra coja y remendada Constitución Política hasta que los artículos aprobados sean derogados por medio de un referendo o de una Asamblea Nacional Constituyente.

Así pues que nuestro Supremo no venga a meterle más miedo al humillado Congreso de la República. Si el gobierno prevarica enviando objeciones sobre el Acto Legislativo, los legisladores no pueden caer en la trampa de discutirlas ni mucho menos de acogerlas, pues se convertirían automáticamente en cómplices de un monumental e insubsanable delito.

Pero como todo es posible en esta tierra, no me sorprendería que en una fría noche de estas, fruto de uno de esos típicos acuerdos a los que los politiqueros profesionales son tan proclives, la reforma jurídica termine siendo derogada a cambio de unos cuantos potecitos de mermelada presidencial. Todos terminarán contentos, don Simón Gaviria empezará a leer lo que firma y esta será una más de las anécdotas de nuestra historia política. Y mientras tanto, el pueblo burlado por aquel Supremo que en nombre de la prosperidad poco o nada le importa lo que digan las normas.

 

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