Eduardo Peláez y el ‘desarraigo’

Aunque pareciera que contradigo a Borges, pienso que las catilinarias son casi siempre efímeras; mientras que la buena literatura permanece. Aclaro: no afirmo que solo la palabra escrita trascienda; ni el Buda ni Sócrates escribieron una palabra; y el Cristo -según narra san Juan- apenas trazó algunas en la arena.

Los amigos desesperan porque en las versiones sobre el día a día actual primen los alaridos, alharacas y retahílas de los Arismendis, Semanas, Cepedas, Guarines o Piedades; mientras que nosotros, sus objetivos militares, apenas si reviramos (y eso que muy de vez en cuando). ¡No desesperen!, les respondo; la bullaranga mendaz nunca logrará borrar la fuerza de los hechos. Las transformaciones objetivas que ocurrieron en los ocho años de Uribe, por ejemplo, intentan ser demeritadas con mil argucias. Cierta revista publicó ranking de presidentes y pusieron a Uribe como # 20 (después de Aquileo Parra -je je-); otros trastocan los papeles; y a los villanos les dan personería de víctimas, mientras que a quienes los hemos enfrentado se nos describe como la representación del mal.

Hay un gran debate en Colombia sobre la reparación de las víctimas de la violencia (violencia que sectores de la academia se empeñan en definir con el pomposo, encubridor y justificador concepto de «conflicto interno armado»). Resulta que la vocería de las víctimas quieren acapararla, ¡quién lo creyera!, tipos con lenguaje belicoso y mente infestada de ansias de vindicta. Con cinismo, en foros internacionales y en declaraciones a medios, suelen reproducir la plataforma política y defender la justeza de los crímenes guerrilleros, con el cuento de que se producen porque hay ‘causas objetivas’. Dicen, además, que las Farc «luchan por motivos altruistas» y que «matan para que otros vivan mejor».

Una de las curiosidades históricas de Colombia será haber tenido como líder del debate de aprobación de la ‘ley de reparación de víctimas’ a un militante del Partido Comunista (organización fundadora de las victimarias Farc); individuo que en la campaña electoral fue repetidamente exaltado como candidato al Congreso por Café Estéreo y Anncol, tribunas de las Farc; y que, para más señas, demandó por una indemnización multimillonaria del Estado colombiano por el asesinato de su padre. Pero el hombre no se inmuta, y sigue representando a las víctimas, a pesar del hecho de que la bacrim Farc bautizó con el nombre Manuel Cepeda a su frente más sanguinario.

Ya en esta columna habíamos descrito otro caso repugnante: el de René Guarín, un cirirí obsesionado con condenar al coronel Plazas y a las Fuerzas Armadas. ¡Guarín fue militante de la organización que secuestró y asesinó a la Corte! Pero el hombre, con avilantez suprema, funge como vocero de las víctimas asesinadas por su organización.

Otro caso de cinismo y descaro es el de la presidenta de una oenegé que aprovecha cada tanto la liberación de algún rehén para montar tremendo sainete con discursos de exaltada apología de las Farc y feroces diatribas contra nuestro Estado.

La buena literatura, en cambio, pone las cosas en orden. En la novela Desarraigo, Eduardo Peláez Vallejo construyó una antropología del Ser (y del modo de ser) paisa, encapsulada en la historia de la vida y muerte de Arturo, padre del escritor. Fue, como tantos, asesinado por la guerrilla. No hay odio ni venganza, solo valentía y belleza descriptiva: «Después de que lo golpearon brutalmente en el pecho en el combate signado por la belleza porque estaba esencialmente perdido y destacaba su dignidad, puso frente a la cabeza, a modo de escudo vivo, la mano derecha para detener el primer machetazo (…) y gastó el último aliento en gritarles la verdad primordial: «¡Bellacos!», y ya no dijo más porque lo decapitaron».

José Obdulio Gaviria
Eltiempo.com
Marzo 30 de 2011
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