El terror

 


En la conmemoración de los espantables hechos del 11-s van envueltas muchas inexactitudes históricas, que comprenden un ingenuo optimismo sobre lo que ha sido el paso del hombre por la tierra y sobre las estructuras de poder que marcaron su destino.
El terror ha sido el pan cotidiano, amargo y duro, que acompañó siempre a la especie humana.En gran parte de la historia, soportaron el terror más afrentoso los súbditos de quienes los mandaron. Los griegos, cuyos filósofos se anticiparon en siglos a las modernas visiones de la democracia y el respeto al hombre, cimentaron su gloria sobre la sangre y el dolor de sus esclavos. Sus mujeres eran siervas y no tuvieron límites los tiranos para gobernar, ni se conoció la piedad con los vencidos.
Roma manejó los destinos del mundo por más de siete siglos y apenas en el Bajo Imperio, gracias a la influencia cristiana, asomó la compasión en el trato de los esclavos, los extranjeros, los que por no ser ciudadanos soportaban el nombre de bárbaros. Mario y Sila manejaron los resortes del terror con primores de eficacia en la República. En la sucesión de los emperadores, casi siempre sangrienta, se registran los extremos de desprecio por la vida, por la dignidad, por los bienes de quienes no pertenecían a la clase de los vencedores. Hasta en los reinados más celebrados siempre corrieron de la mano la grandeza y la ruindad, los atisbos de magnanimidad con los peores excesos de violencia e injusticia.
La Edad Media, con todo el brillo de la Patrística y la Escolástica, fue la época de los castillos, es decir de los señores y los siervos de la gleba, cuya vida era un continuo terror por la inminente llegada de la exacción de las cosechas, el reclutamiento de los hijos, el derecho de pernada sobre las hijas. La imponencia del castillo se levantaba sobre el terror de la cabaña.
Conformadas las naciones, llegó el derecho divino de los reyes, cuyo ejercicio tuvo tan pocas luces de lo divino. Los relatos de las guerras interminables embotan el alma, incapaz de penetrar en el trágico destino de los pueblos, limitados a proveer el material de la soldadesca. Cuando Felipe II penetró con sus tropas victoriosas en San Quintín y presenció el saqueo que seguía a los asedios, se preguntó si era eso lo que apasionaba a su padre, Don Carlos Quinto, el Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.
La Edad Moderna muestra su cuna profanada por todos los desprecios a la justicia. La época del terror del Incorruptible Robespierre y los asesinatos cometidos en las cárceles en aquellos primeros días de septiembre de 1792, a nombre de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad; aquellas trágicas carrozas que llevaron miles de víctimas a la guillotina en medio de los vítores de un pueblo ahíto de venganza y de sangre, no son buena recomendación para almas delicadas.
El Siglo XX es una interminable serie de todos los desmanes. Los zares usaron la Ojrana, furiosa policía que en nada alcanza a la KGB de los soviets. Entre Lenin y Stalin asesinaron más de cuarenta millones de personas y nunca se sabrá cuántas fueron las víctimas de sus Gulags siberianos. No hay estadística precisa de los muertos de la Primera Guerra Mundial, pero se calcula que no bajaron de cincuenta millones los de la Segunda. Tampoco se sabrá el número de desgraciados que mató Mao Tse Tung, ídolo de tantos mamertos criollos, en nada inferior a Stalin. Hitler no se entiende sin la Gestapo y no puede mencionarse sin que taladre el corazón el recuerdo de los campos de concentración. En proporción a los habitantes, Pol Pot pudo ser el mayor asesino del Siglo. Fidel Castro, Gadaffi, Al Assad, son nombres que no se pronuncian sin un estremecimiento de vergüenza y de horror.
El 11-s tampoco lo podremos olvidar. Porque inauguró una forma de terror que aún desconocíamos. Pero no estrenó esa herramienta despreciable que usaron todos los salvajes dueños del poder, o los salvajes que querían el poder. Bienaventurados los que sufren persecuciones de la justicia…


 


Fernando Londoño Hoyos

La Patria, septiembre 13 de 2011


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