Manifiesto Político Para Retomar el Rumbo, Luis Carlos Restrepo

I. Cuestión de rumbo

La noche del 11 de febrero de 2004 se produjo en un conocido restaurante de Roma un encuentro singular. El ex presidente Andrés Pastrana Arango se unía a la gira que el entonces presidente Álvaro Uribe Vélez adelantaba por Europa.

Era la primera vez que se veían desde que Pastrana dejó el gobierno, bajo la crítica implacable de aquellos que consideraron errático su manejo de las conversaciones con las FARC en El Caguán, y la censura implícita de quienes entusiasmados habían elegido a Uribe Vélez para que experiencias como esa no se volvieran a repetir en la historia de Colombia. Algunos de los hombres más cercanos a Pastrana, que lo habían acompañado en ese proceso, como Luis Carlos Villegas, Presidente de la ANDI y Fabio Valencia Cossio, entonces embajador de Colombia en Italia, se encontraban presentes.

La reunión no tenía pretensión distinta a la de disfrutar una deliciosa comida en la ciudad eterna, aprovechando el momento para acercar los espíritus en medio de una apretada agenda, que poco tiempo dejaba para el reposo y el deleite. Pero de manera inevitable, sin que nadie lo buscara, terminamos hablando del proceso de paz con las FARC. El tema de por sí resultaba incómodo. Pero en un abrir y cerrar de ojos, llegamos a la pregunta capital: ¿Por qué se había entregado la zona de distensión sin unas reglas de juego que permitieran la presencia del Estado?

Uno de los comensales reconoció que al Caguán habían llegado derrotados por una guerrilla que se mostraba imparable y victoriosa. Ante el asombro de los otros, el Presidente Pastrana contó que empezando su gobierno el general Tapias le había dicho en la Casa de Nariño: “Presidente, la democracia está en peligro”. Las tropas no tenían ni botas para enfrentar al enemigo. En una conversación posterior, el general Tapias me confirmó esta conversación, a la que por demás hace referencia Pastrana en su conocido libro sobre los frustrados diálogos de paz durante su gobierno.

La respuesta del presidente Álvaro Uribe, quien se encontraba sentado al frente de Pastrana, fue concisa pero demoledora: “En esa época otros veíamos el país de manera diferente”. E hizo referencia a los logros en seguridad durante su paso por la gobernación de Antioquia, en especial en reducción de secuestros y transitabilidad de la vía Medellín-Bogotá.     

La segunda pregunta, casi inevitable, estuvo relacionada con el tema de la silla vacía. La pregunta de siempre: ¿Por qué Pastrana no abandonó la ceremonia a la que faltó Marulanda, dejándolo solo ante los ojos del mundo? En este caso, el comentario de Uribe fue coloquial y presto. Comentó que ese día no quiso ver la ceremonia por televisión, pero que al llegar a su casa en la noche, su esposa Lina y su hermana María Teresa le comentaron lo que había sucedido. “Mejor que no se haya hecho presente” les respondió, “si esa foto le hubiera dado la vuelta al mundo habrían dicho que el Presidente Pastrana estaba cogobernando con las FARC”.

La anécdota revela bien que frente a la dramática situación que vivía el país, las diferencias entre los sectores dirigentes tenían que ver mucho con la manera como percibían la amenaza y la forma de enfrentarla. Hasta la saciedad el Presidente Pastrana y sus seguidores han insistido en que durante su gobierno se fortalecieron las fuerzas militares, iniciándose el proceso de recuperación institucional que culminaría durante los dos gobiernos del Presidente Uribe. Sin negar que correspondió a Pastrana dar el primer paso en la reestructuración de la Fuerza Pública, que sufrió los más duros golpes durante la administración de Ernesto Samper, nadie puede negar que las FARC aprovecharon de manera descarada los diálogos con su gobierno y la zona de distensión de El Caguán para fortalecerse militarmente. Si como resultado de este proceso se logró la liberación por parte de las FARC de 300 soldados y policías que se encontraban en su poder, no podemos desconocer que durante el mismo período fueron secuestrados por esa guerrilla más de 3000 ciudadanos, que eran llevados a la zona de distensión convertida en lugar de cautiverio. En simples términos numéricos los logros no compensan los descalabros producidos.

Los diálogos interminables con la guerrilla habían generado en los colombianos y en la Fuerza Pública una sensación de derrota y desesperanza. Pues mientras se hablaba de paz con los guerrilleros, se desconocía el clamor de los ciudadanos que veían como a diario se incrementaba la violencia. Como solía decir el Presidente Uribe, la Fuerza Pública colombiana, que no tiene tradición golpista, se había acostumbrado a una “operación tortuga”, desmotivada por creer que los logros militares podían ser revertidos por las autoridades civiles en una mesa de diálogo. Decir que se iba a enfrentar militarmente a las FARC, con los instrumentos que brinda el Estado de Derecho, era entendido por algunos sectores de opinión como una actitud guerrerista que no despertaría entusiasmo entre los votantes y conduciría a Colombia a un gran baño de sangre. La contraposición entre respuesta firme por parte del Estado a los terroristas y salida dialogada era y sigue siendo utilizada por algunos políticos, académicos y periodistas como un falso dilema, que nos pone a escoger entre defender a los ciudadanos del asedio del terror o someternos a un diálogo bajo las condiciones impuestas por los ilegales.

El presidente Uribe pasó por encima de este falso dilema, y reivindicó de manera amplia la necesidad de una política de seguridad que garantizara la vida y libertades de los colombianos. Con este discurso simple se ganó el corazón popular y liderazgo dentro de la Fuerza Pública. Es este liderazgo el que aprecia una ciudadanía que se identificó con su estilo de gobierno, con su disposición para escuchar a la comunidad, enfrentar sin temor los conflictos (sin importar que tan bravo fuera el toro) y estar atento a solucionar los grandes y pequeños problemas de los ciudadanos. Quienes buscaron una segunda reelección del presidente Uribe temían volver a épocas anteriores, con gobiernos de presidentes desprestigiados y sin liderazgo, que proclamaban el discurso de la paz mientras en la práctica el Estado perdía el control del territorio y se hacía añicos el monopolio de la fuerza, de la justicia y hasta de la tributación.

Colombia había entendido la grave equivocación de quienes nos hablan de paz de manera ingenua, prestándose al juego de aquellos que desde la ilegalidad buscan utilizar los espacios de diálogo para fortalecerse militarmente. Una ciudadanía hastiada de los dobles lenguajes, de las proclamas de quienes hablan de paz mientras extienden la violencia y se afianzan en sus ejercicios de terror, mostró su rechazo a los líderes retóricos que invocan ante las masas la necesidad de una política social con perfil asistencialista y populista, mientras prefieren no pronunciarse sobre la política de seguridad o la necesidad de generar y mantener confianza inversionista para adentrarnos en el círculo virtuoso del desarrollo. 

Cansados de los diálogos inútiles, que no culminaban con la desmovilización y desarme de quienes por fuera de la democracia pretendían imponerse por el miedo, los ciudadanos que estaban de acuerdo con una segunda reelección del Presidente Uribe, buscaban ante todo mantener el rumbo que llevaba el país, pues temían que un cambio de política nos devolviera a las épocas en que Colombia se encontraba dividida en manos de grupos ilegales que ejercían un poder de facto, dejando en suspenso al Estado de Derecho. 

II. Un error costoso

El más grave error político del uribismo fue la forma como se manejó la propuesta de una segunda reelección presidencial. Al comienzo todo comenzó como un chiste, como un juego del Partido de la U que consideró que esa bandera táctica podía darle réditos políticos. Carlos García Orjuela, entonces Director Único del partido, puso la meta de recoger cinco millones de firmas para impulsar un referendo que permitiera la segunda reelección, convencido de lograr así una movilización ciudadana que favorecería a la colectividad que dirigía. Y Luis Guillermo Giraldo, entonces Secretario del partido, asumió el liderazgo de la tarea.

Con el paso del tiempo, Luis Guillermo y el equipo de promotores que lo acompañaban se quedaron solos. Aunque la mayoría de congresistas del Partido estaba en desacuerdo con la segunda reelección, temían decirlo públicamente para no ir en contravía de una mayoría aplastante que en las encuestas de opinión apoyaba esta alternativa. El doble lenguaje se impuso al interior del partido, fisura en la que empezó a jugar Juan Manuel Santos, hasta convertirse al final en su gran beneficiario.

Dentro del gobierno el asunto nunca se trató, ni el Presidente Uribe tomó una decisión clara al respecto, como había sucedido con la primera reelección presidencial. Esto llevó a que faltara una estrategia centralizada que minimizara errores y optimizara beneficios. Luis Guillermo Giraldo y sus amigos daban por hecho que contaban con el beneplácito del Presidente, aunque Uribe siempre se abstuvo de dar un apoyo explícito a la propuesta. Se hizo famosa su respuesta refiriéndose a la “encrucijada en el alma”, pues decía que aunque consideraba inconveniente perpetuarse en el poder si creía conveniente la continuidad de las políticas de seguridad democrática, confianza inversionista y cohesión social. Los famosos tres huevitos que Santos juró proteger.

De hecho, Uribe aprovechó la controversia que se generaba en torno a la segunda reelección para hacer pedagogía sobre estos tres ejes de su política de Estado. Primero diseñó una casita, que pintaba y mostraba en sus reuniones y Consejos Comunitarios, igualando cada uno de estos ejes a las bases, los pilares y el techo de la edificación. Después encontró la metáfora más sencilla de los tres huevitos (seguridad democrática, confianza inversionista y cohesión social), que tuvo mejor acogida en el imaginario popular. Entre tanto, y aunque nunca lo comentó a nadie de manera expresa, se preparaba para llenar el vacío que podía generarse en caso de no ser viable la segunda reelección.

Aunque nunca me lo dijo, ni a otras personas que yo sepa, su corazón se inclinaba por la candidatura de Andrés Felipe Arias. Incluso, creo que prefería en la presidencia a un candidato que hubiera ganado las elecciones con las banderas del Partido Conservador, más que con el aval del Partido de la U o de otros partidos. De hecho, el Partido de la U, no obstante identificarse ante los ciudadanos por efectos de marketing como el partido de Uribe, no aparecía como su colectividad preferida.

Andrés Felipe quedó muy pronto envuelto en una lucha interna dentro del Partido Conservador, que le restó fuerza para presentarse como alternativa nacional. Se cometió por demás un grave error al graduar a la precandidata Noemí Sanín como antiuribista, perdiendo la coalición de gobierno una importante aliada. En una consulta abierta, en la que los más acérrimos enemigos de Andrés Felipe Arias tuvieron la oportunidad de emitir su voto, su opción de ser candidato quedó sepultada mientras la unidad conservadora quedaba herida de muerte.

El vacío creado por el hundimiento en la Corte Constitucional de la segunda reelección presidencial no favoreció a Andrés Felipe. Al contrario, fue aprovechado hábilmente por Santos, quien capitalizó a su favor el sentimiento popular presentándose como el continuador de la seguridad democrática. Personalmente me abstuve de apoyar a Santos y a su fórmula vicepresidencial, diciendo entonces, en una columna publicada en varios diarios del país, que el Partido de la U era como Coca-Cola, una marca bien posicionada pero cuyo verdadero contenido nadie conocía.

Hoy muchos uribistas reconocen que elegir a Santos fue un error costoso. Pero de nada sirve llorar sobre la leche derramada. Él tiene el gobierno, controla el Partido de la U y aparece al frente de una coalición de Unidad Nacional en la que están felices los más grandes enemigos de Uribe. Los columnistas de la oposición que hicieron una férrea oposición a Uribe, son hoy defensores de oficio de Santos. Mientras éste, de manera socarrona, valida todas las prácticas que tienen por propósito eliminar al uribismo como opción política.

Aunque son cada vez más numerosos los uribistas que se sienten defraudados, temen decirlo en voz alta. A ellos se les aplica bien la letra de la vieja tonada popular: “¡Ay quiero pegar un grito y no me dejan! ¡Ay quiero pegar un grito vagabundo!”. El grito vagabundo que quieren pegar es: “Santos nos traicionó”. Entre más se demoren en reconocer que con la elección de Santos se cometió un error histórico, más peligros corren los uribistas de desaparecer como fuerza política, atacados a la vez desde el gobierno y por fuera de él.

III. ¿Qué es el santismo?

Juan Manuel Santos es un astuto jugador de póquer, que supo capitalizar a su favor el fervor popular en torno al Presidente Uribe. Después de ser su opositor en la primera administración, se comprometió con la primera reelección fundando un partido para capitalizar dentro del marketing político el sentimiento uribista. Y para la segunda reelección mantuvo un doble juego, que le permitió llenar el vacío creado por el fallo de la Corte, convirtiéndose en sucesor indiscutible de Uribe.

Como se lo dijo a Patricia Lara, en una entrevista publicada a comienzos de 2011, Santos aspira  a ser considerado “traidor de su clase”. Así de claro, pues en este caso su clase política es el uribismo. Para ello ha colocado en puestos claves del gobierno a dos verdugos, Germán Vargas Lleras y Juan Camilo Restrepo, que hacen su labor mientras él afirma con rostro imperturbable –que los jugadores llaman poker face– que Álvaro Uribe sigue siendo su mentor. Como dice el viejo verso inglés: “Caballero que saluda sonriente escondiendo un puñal bajo su capa”.

Santos es un jugador profesional, leal solo a sí mismo. Miembro de la vieja clase política que se equivocó en el manejo del país antes de llegar Uribe a la presidencia, tuvo la sangre fría de irse a negociar con guerrilleros y paramilitares una Asamblea Constituyente que daba un golpe de Estado disimulado a Ernesto Samper, y la inteligencia para rectificar a tiempo y subirse, antes de la primera reelección, en el carro de la victoria.

Entre sus virtudes está su capacidad para forjar pactos políticos con todos los sectores. Cabe destacar su manejo de las diferencias de salón: sin duda Santos es mejor bailador que Uribe. Su principal defecto, que babeaba por pegarle un mordisco a Chávez, lo supo controlar dando un giro en U y declarándolo su “nuevo mejor amigo”, no sabemos todavía si para bien o para mal de Colombia. Él, que como Ministro de Defensa de Uribe no perdía oportunidad para azuzar la pelea, se presenta ahora como el gran conciliador. Lo que mejor caracteriza a Santos son los cambios súbitos de posición para acomodarse mejor en el poder o conseguir un objetivo en su carrera. A él podría aplicarse lo que decía doña Esther Marín, benemérita maestra de mi pueblo, a quién se acusaba de voltearse de acuerdo con el gobierno de turno: cachiporra con los liberales y goda con los conservadores. A lo que ella respondía diciendo: la que cambia no soy yo sino el gobierno.

El santismo es la habilidad política de quedar bien acomodado. Al contrario del uribismo que se incuba en un sentimiento popular, el santismo es siempre una opción de gobierno. El doctor Juan Manuel Santos y sus amigos saben usufructuar las mieles del poder y comparten una ética gerencial del manejo de lo público que les permite justificar su paso permanente entre los negocios estatales y los negocios privados.

Santos nunca ha contado con el fervor popular. Por eso necesitó de una ola mayúscula que lo levantara. Y eso lo logró acomodándose en el uribismo. Santos es de los pocos colombianos que ha llegado a la presidencia de la República sin que previamente hubiera ocupado un cargo de elección popular. El nació para ser nombrado, no para conquistar el corazón de sus conciudadanos. Para perpetuarse en el poder necesita de la transacción con la clase política, lo cual sabe hacer a las mil maravillas. Con él se impone de nuevo esa división entre el país político y el país nacional de la que hablaba Gaitán y que Uribe intentó romper.

La Unidad Nacional de Santos es ante todo la unidad de los sectores políticos representados en el Congreso en torno a las iniciativas del Ejecutivo.  De allí surge lo que los comentaristas de opinión llaman “paz política”, que tanto se valora en los salones sociales capitalinos. Es de nuevo el reinado del formalismo, de las buenas maneras entre los dirigentes políticos, así se olviden de lo que pasa en el país real. Ese país real que durante los años anteriores al gobierno de Álvaro Uribe se quedó sin voz, intimidado, mientras era sometido por las fuerzas del terror.

Santos quiere proyectar la imagen de un Presidente proveniente de la clase dominante que se inclina a propuestas de izquierda. Quiere pasar por reformista. Cede por eso a los coqueteos del viejo Partido Liberal, que siempre priorizó la agenda social sobre los temas de seguridad. Y se deja endulzar el oído con propuestas de paz negociada, pues quisiera completar su gloria con un premio internacional como el Nobel de Paz, para pasar sus días como ex-presidente dictando conferencias sobre cómo combinar las artes de hombre de guerra con la habilidad para negociar la paz.

El santismo sólo podrá perpetuarse como fenómeno político en la medida en que existan cuotas burocráticas para repartir. Habrá que esperar y ver su capacidad de supervivencia.  Pero una cosa si tenemos clara: ya supimos por experiencia histórica que derrotar al terrorismo es posible. No nos vamos a dejar confundir con quienes pretenden ahora convencernos de algo que resulta contraevidente. Que fueron mejores los gobiernos que nos antecedieron, algunos de cuyos representantes más eximios de manera oportunista gobiernan hoy desde la Casa de Nariño, con la complacencia del Presidente Santos.

Juan Manuel Santos está repitiendo el mismo error que cometió Andrés Pastrana durante su gobierno. Considerar que el problema central del país es negociar con las FARC y empezar por negociar consigo mismo. Con la ayuda del senador Roy Barreras, están ofreciendo antes de llegar a la mesa. Queda así comprometido su prestigio en el éxito de una negociación que no comienza, y tras la cual, pueden llevarnos al abismo.

Como la meta de Santos, su proyecto de vida, es ser funcionario de un alto organismo internacional y presentarse como el hombre capaz de negociar la paz entre palestinos e israelíes, necesita avanzar en algún acuerdo con las FARC para mostrarse ante sus amigos del primer mundo, como el hombre capaz de hacer la guerra que es también capaz de hacer la paz. Santos no piensa en el futuro de Colombia sino en su futuro personal. Su agenda no es una agenda de país. Su gobierno es el gobierno de sus amigos.

Santos es la personificación de la mentira. Le mintió a Uribe durante todo el tiempo que hizo parte de su gobierno, radicalizándolo en posiciones frente a Chávez y la guerrilla, para después hacer todo lo contrario. Le mintió al país al ser elegido con una agenda y gobernar con la de los opositores. Y por eso recibe aplausos de algunos líderes políticos y forjadores de opinión, que hacen parte de su coalición de la mentira. Sería muy grave que el pueblo premie esa mentira reeligiendo al régimen que lidera Juan Manuel Santos

IV. No a la reelección de la mentira

El fundamento de la democracia es el compromiso que se establece a través del voto popular entre el gobernante y los electores. De allí la importancia de las campañas. Se trata de un escenario previo en el que los candidatos exponen sus propuestas, para que el ciudadano escoja aquella que considere más importante para la nación. Se trata de un acuerdo implícito de buena fe, que obliga al elegido a cumplir con lo prometido una vez tiene el gobierno entre sus manos.

Violar este pacto y gobernar con una agenda distinta a la que recibió el apoyo de los ciudadanos es una afrenta a la nación. Engañar a los electores diciendo una cosa para obtener su voto y hacer otra después de haberlo recibido, es una conducta que afecta el eje de la credibilidad democrática. De allí que para algunos funcionarios contemple la Constitución la posibilidad de revocar su mandato por voto popular cuando incumplen sus promesas. No sucede sin embargo así con el Presidente de la República.

Aunque al primer magistrado de la nación no se le puede revocar el mandato, si es posible y necesario someterlo a juicio político cuando da la espalda a sus electores. Es lo que sucede con Juan Manuel Santos, quien se hizo elegir con la agenda uribista de la Seguridad Democrática, pero una vez tuvo el triunfo empezó a gobernar con la agenda de los opositores. Este gesto es celebrado por algunos columnistas y también por algunos socios de la Unidad Nacional que andan felices con la repartición burocrática, dando a entender que traicionar a los electores y cambiar de discurso una vez se obtiene su voto, es la marca de un gran estadista. Sería funesto, sin embargo, que hiciera carrera en Colombia que se puede mentir con impunidad y que el éxito político está unido al engaño electoral.

El presidente Juan Manuel Santos está en todo su derecho si quiere reelegirse, como de hecho intentará hacerlo. La Constitución lo permite y su buen manejo de las cuotas burocráticas que le encantan a la clase política, le dan un soporte nada despreciable a la maquinaria reeleccionista. Pero el pueblo está en su derecho de buscar otra opción y además, tiene el deber de castigar políticamente la mentira. Que los nuevos socios del doctor Santos se queden con él y sea un feliz candidato del Partido Liberal, para que los traicione a su vez cuando lo considere oportuno. Pero ni el uribismo, ni el Partido de la U, ni los ciudadanos decentes que votaron por el creyendo en sus palabras, pueden premiarlo con un segundo mandato.

Al partido de la U se le debe exigir desde ya que establezca la consulta popular como mecanismo para la elección de su candidato presidencial para el 2014, de tal manera que no terminen imponiendo a Santos por encima, a partir de un pacto entre barones electorales. Si las directivas de la U se niegan a hacerlo, quedará claro que no se trata de un aparato político confiable, y habrá que buscar una opción distinta para presentar candidatos a la Presidencia y al Congreso. Que no nos coja la noche sin tomar una decisión al respecto.

Con astucia de manzanillo ha dicho Santos que él no hablará de reelección sino hasta el 2013. Sería un grave error que siguiéramos el cronograma de Santos. Nosotros debemos hablar de la no reelección de Santos desde ahora, y definir en qué escenario daremos la batalla. Si dentro del partido de la U o por fuera de él. Y en caso de la segunda opción, decidir si se presenta un candidato presidencial por firmas o se crea una estructura partidaria para tal efecto, asunto que impone un esfuerzo mayúsculo.

Ya nadie niega que estamos perdiendo la seguridad y que jamás llegó la prosperidad que nos ofreció Santos. Que su única fortaleza es la capacidad para comprar políticos con prebendas burocráticas. Y que su único norte es una inmensa vanidad personal, que lo lleva a soñar con ganarse un Premio Nobel de Paz, mientras se equivoca de cabo a rabo en el manejo del país.

Es hora de retomar el rumbo. Al principio seremos pocos, pero la ola irá creciendo a medida que sea más claro lo inconveniente que resulta la continuidad de Santos en el gobierno. Pues lo que está de por medio es el destino del país. Santos y su grupo creen que van por buen camino, como lo creían sus amigos Ernesto Samper y Andrés Pastrana mientras llevaban a Colombia hacia el abismo. Estamos a punto de repetir la historia. Y una nueva equivocación tal vez nos lleve a un desastre sin retorno.

Las próximas elecciones presidenciales deben ser asumidas como un plebiscito. Un certamen democrático en el que las mayorías uribistas emitan un voto de castigo al gobierno que accedió al poder con el mandato de darle continuidad a la agenda trazada por el uribismo y que ha fallado deliberadamente con ese compromiso.

De allí la importancia de extender la voz, por todos los medios. Por las redes sociales, en las reuniones con los amigos, en las reuniones políticas. Que se escuche cada vez con más fuerza hasta que se convierta en un clamor que impida que se perpetúe esta equivocación histórica: ¡No a la reelección de la mentira!

V. Tareas urgentes de la democracia

Se necesita una propuesta de país, un proyecto de nación. Una convocatoria ciudadana para hacer cambios de fondo que aseguren más libertad y más justicia.

Para retomar la siembra de la Seguridad Democrática y orientar al país hacia una paz definitiva, se hace necesario profundizar la democracia teniendo como postulados: a) el fortalecimiento de la clase media como país de propietarios; b) la focalización de los recursos públicos en la generación de infraestructura; c) el apoyo sostenido a los sectores marginales para igualarlos a la media nacional; d) contención de los privilegios pensionales, empresariales, y de minorías que se oponen a la igualación estatal.

Este programa debe presentarse al país y elegir un Congreso, cuyos representantes se comprometan a convocar una Constituyente con amplios poderes, excepto revocar el mandato de los congresistas o de los miembros del poder ejecutivo (Presidente, gobernadores, alcaldes), cuyos períodos deben ser respetados.

La Constituyente debe disolver el poder cruzado de juzgamiento entre magistrados y congresistas, que corrompe a los primeros y somete a los segundos. Y dar el salto hacia un modelo parlamentario con una Cámara Única. Se definirá un cronograma para un paso progresivo hacia un sistema federal con congresos regionales fuertes.

Rediseñar los poderes de la democracia, admitiendo que no son tres, sino cinco: El legislativo, el ejecutivo, el judicial, el electoral y el comunicativo. Este último, en las sociedades abiertas, está en manos privadas, por lo que se hace necesario impedir los monopolios.

Hay que ampliar las garantías que ofrece el poder electoral, pues no solo se eligen Presidente y otros miembros del poder ejecutivo como gobernadores y alcaldes. Ni sólo congresistas, diputados y concejales. Se eligen además desde magistrados hasta miembros de juntas de acción comunal, y se nombran funcionarios públicos para diversos cargos. La forma cómo actúan estos últimos mecanismos es oscura.

La alianza entre magistrados y políticos con el uso cruzado de su poder electoral es funesta. Ningún funcionario elegido para un cargo debe tener a su vez un poder electoral delegado, pues eso es fuente de corrupción. Toda función electoral debe estar regulada como poder autónomo, con activa vigilancia ciudadana.

Reafirmando nuestra condición de democracia pluralista y nuestro respeto por la libertad de empresa con responsabilidad social, se debe limitar el juego dado a los capitales especulativos privilegiando los capitales productivos.

Puesta en marcha de una política antimonopolios, para avanzar hacia un capitalismo de clase media. Democratizar la participación en las empresas e impulso a modalidades asociativas con vocación de articulación al mercado.

Un cuatrienio no es suficiente para consolidar las metas de un gobierno. Se hace necesario un periodo más largo. La reforma constitucional de 2005 que incorporó la reelección presidencial, debe entenderse como un cambio en el periodo presidencial que tiene a partir de entonces una duración virtual de 8 años, con una consulta a los electores cuando se cumple el 50% del periodo. Debemos ofrecer por eso a los electores una propuesta para ocho años, con reelección presidencial incluida al cabo de 4 años para refrendar el compromiso con el pueblo.

Colombia debe resolver el drama de unas 200.000 familias campesinas que viven en condiciones de marginalidad rural. Se trata de una población vulnerable, que queda atrapada con facilidad en la dinámica de la coca y en contacto con grupos armados ilegales que manejan los negocios del narcotráfico. Los menores están expuestos al reclutamiento forzoso y los mayores a la intimidación constante y a la amenaza del desplazamiento. Sólo en la medida en que estos compatriotas alcancen una vida digna en el marco del Estado de Derecho, podremos sanar las heridas de esta Colombia profunda que sirve de cantera humana para la perpetuación de la violencia. La paz y la seguridad de Colombia pasan por convertir a estos colombianos en ciudadanos de primer nivel, para que, como en el mito griego, su desgracia no se convierta en la némesis que, bajo la figura de la violencia, se devuelve hacia un país que durante años se ha olvidado no solo de sus necesidades sino incluso de su existencia.

El mayor esfuerzo de la política anti-drogas debe estar dirigido a sacar de la producción a los campesinos pobres, mientras se mantiene una activa cooperación internacional en la lucha contra el narcotráfico. El impulso a los programas de erradicación manual y el apoyo mediante subsidios sostenidos a las familias campesinas que se ven involucradas la producción ilegal, como el caso del programa Familias Guardabosques.

Creación de una Gerencia para el Mantenimiento de la Paz que brinde apoyo a zonas rurales alejadas donde hay pobre presencia estatal y priman los cultivos ilícitos. Se adscribirán a esta gerencia los programas de reparación de víctimas y restitución de tierras. Se definirá un listado de corregimientos vulnerables sobre los que centrará la atención estatal para integrarlos plenamente al desarrollo nacional.

Meta central del nuevo gobierno debe ser la atención a niños y adolescentes. Es responsabilidad del Estado la nutrición de los niños hasta los 8 años. Y un programa masivo de sexualidad reproductiva para evitar el embarazo adolescente y acompañar a la madre en su labor de crianza. Se institucionalizará el programa Familias en Acción a través de la Red Juntos y con Bienestar Familiar se integrarán en el Ministerio de la Familia.

Es responsabilidad del Estado la educación básica y tecnológica de todos los jóvenes hasta los 18 años, asegurar gratuidad educativa hasta el grado 11 y articular el SENA al sistema educativo formal.

Se impulsará la reducción del número de intermediarios en Salud y la participación del Estado dentro de las empresas del sector.

La Fiscalía debe ser reestructurada para que su labor sea fundamentalmente investigativa y no sólo acusatoria. La actuación de sus funcionarios no debe estar encubierta para los sujetos procesales. Sólo en casos en que existe intimidación probada por parte de los criminales, podrá la Fiscalía solicitar encubrimiento de la investigación ante un juez de garantías. La función de los jueces de garantías se debe conservar, dignificándolos y subiéndolos de categoría.

La justicia necesita más presupuesto, con dos condiciones: que los recursos sean manejados por una gerencia y no por los magistrados en una sala corporativa; y que se reforme el sistema pensional, totalmente inequitativo, que rige en la rama. No tiene sentido que un Magistrado se jubile con un estipendio mensual que supera, en ocasiones, en 40 veces un salario mínimo, para seguir litigando el resto de su vida y usando sus influencias en procesos que le permiten devengar millonarias mesadas.

La pensión debe ser un derecho adquirió que solo se actualiza cuando en verdad la persona se encuentre en imposibilidad de trabajar.

Todas las pensiones deben ir a un fondo común, para asegurar un mínimo vital a todos los colombianos de la tercera edad. Los que han adquirido privilegios y patrimonio durante su vida laboral, deben considerar estos bienes como parte de la retribución que la sociedad les hace. Pretender además recibir un salario por encima del promedio nacional es injusto.

Debe existir un promedio nacional, producto de la suma de la totalidad de salarios dividido por la totalidad de colombianos, que representa la pensión a la que cada ciudadano tiene derecho. La escala pensional debe ir, desde un salario nacional promedio para los que tienen las asignaciones más altas, hasta medio salario mínimo mensual para quienes se encuentran en situación de indigencia. En los casos en que no haya cotización previa, el aporte se entregará, no por persona, sino al núcleo familiar, en concordancia con otros auxilios estatales.

La primera obligación del Estado es proveer trabajo y vida digna. Sólo cuando no sea posible trabajar, debe entrar en juego la pensión.

Creación del Ministerio de Seguridad Pública, que articule justicia y policía.

Reforma del Ministerio del Interior. Su tarea consistirá básicamente en la coordinación política con el Congreso y las autoridades territoriales. Instancias como la de atención de desastres pasará al Ministerio de Seguridad Pública.

Creación de un Alto Tribunal para el juzgamiento de los aforados. Desaparece la Comisión de Acusaciones y se conforma una Comisión de Antejuicio Político, para conocer de las investigaciones y decidir sobre el levantamiento del fuero.

La vivienda familiar es un derecho fundamental. No debe haber desalojos ni de vivienda ni de tierra con carácter de unidad familiar. Si hay cobros coactivos, se deben buscar otros mecanismos.

Retomar plena autonomía en el manejo de nuestros asuntos internos. Ningún organismo internacional debe entrometerse en ellos. Debe existir el principio de plena reciprocidad en las relaciones internacionales.

El principio de respeto con las naciones vecinas se sustenta en la condena a la violencia como método para producir cambios políticos.

El problema de violencia interna de Colombia no es diferente a la amenaza terrorista que enfrentan otras naciones. Debemos dejar de buscar mediadores para hablar con ilegales. Menos aún permitir a naciones extranjeras meterse en el tema. Es asunto de nuestra competencia y soberanía.

La consecución de la paz no puede seguir dependiendo en Colombia de la voluntad de diálogo de unas cúpulas guerrilleras que han perdido contacto con la realidad del país, y obnubiladas por los dineros del narcotráfico se niegan a tomar la decisión de abandonar la violencia para explorar caminos de reconciliación dentro de la institucionalidad democrática y la vida civil. Nuestro diálogo prioritario será con los ciudadanos, no con los ilegales.

A las FARC nada hay que ofrecer. La mejor manera de acabar con la violencia guerrillera es impulsar propuestas de desarrollo regional en las zonas donde sus miembros actúan. A los miembros de grupos guerrilleros se les debe exigir cese total de la violencia. Y decirles algo similar a lo que les dijo Lincoln a los del Sur: si cesan sus hostilidades contra el Estado, nos comprometemos a respetarlos y asegurarles, donde están, una vida digna.

VI. Defensa del fuero militar

En el cumplimiento de su misión constitucional de mantener el orden y ofrecer seguridad a los colombianos, las fuerzas armadas se han ido quedando solas. La inseguridad jurídica afecta sus resultados operativos y la incertidumbre en cuanto a la laxa interpretación de la ley por parte de fiscales y jueces ha logrado paralizar su iniciativa. La guerra que se gana en el campo militar se pierde en el campo político y jurídico.

Un país afectado por una amenaza terrorista que ha costado la vida a miles de ciudadanos y miembros de las fuerzas armadas, se da el lujo de desmontar la justicia penal militar, convirtiendo a los miembros de la fuerza pública en blancos fáciles de quienes pretenden inmovilizarlos con recursos jurídicos. Todo Estado que se respete empieza por proteger a sus soldados de los vaivenes políticos y de los riesgos jurídicos que conlleva el cumplimiento de sus tareas. Nadie imagina a Estados Unidos, a Israel, o incluso, a la misma Suecia, dejando la suerte de sus oficiales, suboficiales y soldados, en manos de jueces que interpretan cada acción de fuerza como un hecho delictivo. Pero eso es lo que ha sucedido en Colombia.

De allí la necesidad de impulsar una reforma constitucional que establezca sin equívocos la competencia de la justicia penal militar para juzgar todos los actos que con ocasión del servicio puedan cometer los miembros de las fuerzas armadas. Esto quiere decir que la competencia por todo hecho que se presuma punible, corresponde en primera instancia a la justicia penal militar. Solo en casos ostensibles, cuando es evidente que se trata de un acto sin relación con el servicio o de manera manifiesta un delito común, puede la justicia ordinaria asumir competencia. Igualmente, si una vez asumido el caso, consideran las autoridades judiciales militares que el caso no tipifica para seguir dentro de su competencia, lo remitirán a la justicia ordinaria.

El debate sobre el fuero militar se ha mantenido hasta ahora en escenarios políticos y jurídicos de alto nivel, donde tememos que agonice de manera lánguida. De allí la necesidad de vincular a la ciudadanía a este debate, invitándola a tomar la iniciativa haciendo uso de los recursos que para tal efecto nos brinda la constitución y la ley.

Es necesario conformar un grupo impulsor, dispuesto a dar el debate público y generar en el seno de la democracia los cambios requeridos para que los miembros de nuestras fuerzas armadas reciban la protección legal que les corresponde. Debemos organizar desde ya un Comité Promotor para presentar al Congreso un Proyecto de Ley por Iniciativa Popular Legislativa, que establezca en un texto corto y claro, la norma constitucional que defina la competencia prioritaria de la justicia penal militar sobre actos relacionados con el servicio. Una vez presentado al Congreso, el trámite de esta reforma debe ser asumida por el legislativo de manera prioritaria. Los congresistas deben saber que se trata de un asunto sensible, y que estaremos pendientes de la posición que asuman al respecto.

Si por alguna razón este proyecto se empantana, debemos estar preparados para llevar el tema a una Asamblea Nacional Constituyente. El mensaje que vamos a enviar es claro: no permitiremos que este anhelo popular termine sepultado en medio de comisiones inoperantes y de concertaciones políticas paralizantes. Reformar la justicia penal militar para fortalecerla es una urgencia nacional, si queremos mantener la iniciativa en nuestra lucha contra la violencia terrorista.

El debate en torno al fuero militar y el fortalecimiento de la justicia penal militar es, en este momento, el eje central de una política de Segurida Democrática que debe asegurar la existencia de una democracia con libertades. Muchas voces se levantarán tratando de intimidarnos, diciéndonos que vamos a ser condenados por la comunidad internacional, u otras amenazas por el estilo. A ellos les decimos que no se trata de generar impunidad, sino de dar seguridad a los hombres y mujeres que a diario ponen en riesgo sus vidas para defendernos. Que simplemente queremos ser una democracia respetable, que empieza por enaltecer y respetar a quienes, con las armas en la mano, defienden la integridad del Estado, y el Imperio de los derechos y las libertades.

VII. Plan de acción

La propuesta política para retomar el rumbo puede resumirse en un decálogo, que define los pasos a seguir para alcanzar este propósito:

  1. Reconocer que el uribismo se equivocó al elegir a Santos. En el 2010 se ganaron las elecciones, pero se perdió el gobierno.
  1. Iniciar de inmediato una campaña contra la reelección de Santos, bajo el lema: “No a la reelección de la mentira”.
  1. Iniciar un proceso de cara al país, a fin de encontrar 3 candidatos para el 2014: a) un candidato presidencial; b) cabeza de lista de Senado; c) cabeza de lista para una Asamblea Nacional Constituyente.
  1. Decir con claridad que buscamos retomar el gobierno aspirando a un período de 8 años, reelección presidencial incluida.
  1. Los candidatos al Congreso deben hacer compromiso público de apoyo a la Asamblea Nacional Constituyente.
  1. La Constituyente debe abordar, entre otros temas, una reforma a la Justicia para dar garantías legales a los miembros de la Fuerza Pública, y acabar con el carrusel de pensiones y la corrupción en Tribunales y Cortes.
  1. Plantear un debate público en torno al futuro del Partido de la U, o si se debe formar una nueva colectividad política. Si se decide continuar con el Partido de la U, debe hacerse una reforma de estatutos que incluya la Seguridad Democrática en sus principios ideológicos. Y democratizar su estructura, convertida hoy en simple trampolín electoral de los congresistas en ejercicio.
  1. Adelantar de cara al país un debate ideológico para definir el programa de gobierno y las reformas que se someterán a la Asamblea Nacional Constituyente.
  1. Iniciar de inmediato consultas sobre el mejor mecanismo para convocar la Constituyente, y ponerlo en marcha de manera simultánea con las campañas de elección presidencial y Congreso.
  1. Los miembros de la Constituyente se comprometen a no revocar el mandato de los congresistas elegidos en el 2014. Por su parte los congresistas que van a ser elegidos, dan su apoyo público a la Constituyente.

 

 

 

 

 

Share on facebook
Facebook
Share on google
Google+
Share on twitter
Twitter
Share on linkedin
LinkedIn

Buscar

Facebook

Ingresar