El triunfo de la banalidad

El terreno es preparado, todos los días, para que los jóvenes y los niños del mundo, no conozcan ni amen los libros. Los medios derivados de la tecnología informática extienden su influencia hasta llegar a remplazar la escritura manual que pasa a las teclas del computador, de la tableta o del celular. Esta traslación de la caligrafía lleva a que la firma autógrafa de un nuevo ciudadano no explique nada de su personalidad ni sea de su interés siquiera enviar una nota manuscrita, o a mano alzada, a la persona que más ama. Por lo tanto también desaparecen los orígenes y las raíces de los idiomas y de las palabras que son el basamento de la evolución del pensamiento y la inteligencia humana. No son el fuego o la flecha los descubrimientos más importantes de los primeros seres parecidos al humano de hoy. Fueron las palabras las que labraron el esqueleto cultural y racional de nosotros. El fuego sirvió para la alimentación y los efectos del frío invernal. La flecha para la cacería y la defensa de la gens o de la comunidad primitiva. Pero la palabra fue el instrumento para captar todos los elementos de la naturaleza y para relacionarse con los demás miembros de la especie, es decir, el medio de conocer al otro, de fundamentar la sociabilidad y sentar la base de lo que hoy son los medios de comunicación que representan, al fin de cuentas, el nuevo diccionario de la contemporaneidad. Y es allí donde está el problema y la vía futura, de manera simultánea.

 

La escritura va de la mano con la lectura. Cuando está última es sustituida por la mirada de imágenes en la mayor parte del tiempo dedicado presuntamente al ocio o al estudio, el ojo y la neurona que permiten analizar  el entorno mundial de los sucesos, atrofian la palabra, es decir la lectura y la escritura. Los mismos medios tecnológicos le dan el menú de las figuras complementarias del nuevo idioma artificial que comienza a mover el mundo de la cultura, el arte, la ciencia, la política y la economía. Estos “garabatos” de la conversación social integrada están atados a un denominador comunitario: la banalidad. Esta debe entenderse como la conducta de la superficialidad acerca de las cosas de la vida y de la muerte. El consumismo abrumador de la oferta múltiple en todos los campos de la competitividad personal, orientan a la “ciudadanía universal”, que no está universalizada, sino prisionera de la publicidad inductora a la demanda. Y es ahí donde se destacan con manipulado acento, los colores, los olores, las formas, los diseños, las “ideas” falsificadas de lo que es el éxito y lo que es el fracaso, como bien lo describe eso que llaman los realitis, forma novedosa de explotar los esfuerzos y la competitividad de los  buscadores pobres de premios.

 

Cada vez que pasa el tiempo con sus denominaciones de verano, otoño, primavera e invierno, los escarmenadores falsean el espacio de las necesidades, de la belleza y de la cultura, para ofrecer sus raciones temporales de banalidad que exhiben como originales y exóticas las mujeres de pasarela y los ejecutivos de las bolsas de valores de las capitales del dinero, las interbolsas fatuas que señalan los derroteros de una felicidad cuya duración es menor que una de  las cuatro estaciones. Ese es el mundo de las ficciones que trasmite la imagen, las figuras hechas por el cincel del encantador de boas y no por los artistas que están en las aceras marginales. Y con ellos el libro y la palabra escrita, la que logró hacer del hombre el narrador de la especie en las novela, el intérprete del anhelo profundo que llaman alma, en sus dolores y victorias, con la poesía, los cuentos y el teatro.

 

Los  reyezuelos de la picardía y de las bonanzas que dominan las revistas, la televisión y los medios tecnológicos de la red, nos están quitando la palabra y la escritura. Están moldeando unas generaciones que no saben firmar, no saben leer ni saben dónde queda la biblioteca del barrio ni la de su propia casa.

 

(A Marta Elena que lee y lee. Y a quienes no leen.)

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