2014: política de la confusión

Termina otro de nuestros años electorales, en el que el contraste entre las miles de promesas de candidatos a corporaciones públicas y la realidad institucional del país, con la credibilidad de la ciudadanía en sus poderes públicos por el suelo, es uno de los mayores factores de desajuste de esta democracia.

Al Congreso de la República llegaron nuevas fuerzas políticas que, aunque no de forma determinante pero sí con capacidad de generar reflexiones en una sociedad apática, pueden contrarrestar el rodillo gubernamental conformado por una coalición que, como no es extraño a nuestras costumbres políticas, depende más de acuerdos y compromisos burocráticos y presupuestales que de convicciones irrenunciables sobre formas de gobernar.

Bajo la denominación gráfica de “mermelada” se continuó con el mecanismo favorito de nuestros presidentes para asegurar gobernabilidad: ingentes sumas de dinero para parlamentarios afines, para que lo “inviertan en sus regiones”. Que se sepa, no hay noticia de tales inversiones. Sí, en cambio, de aumentos inusitados de votos.

La “mermelada” generó rechazo entre varias de esas nuevas corrientes en el Congreso, por razones diversas. En unos casos, porque ya en esta ocasión no sirvió a los mismos propósitos a los que obedecía hace apenas algunos años. Otros, porque en realidad lo ven ética y políticamente inadmisible.

En 2014 se presenció la insubordinación pública del alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, frente a las sanciones disciplinarias que le impuso la Procuraduría. Logró el colapso en la justicia con miles de tutelas y, de la mano de la (esta vez) insólitamente presurosa Comisión Interamericana de Derechos Humanos y del Consejo de Estado, logró atornillarse al cargo. Terminará tranquilamente su mandato ante la indiferencia de los resignados habitantes de la capital.

Pero de colapsos en el sistema judicial no solo fue responsable el carrusel de tutelas de los simpatizantes petristas: un sector del sindicato de la justicia protagonizó un paro judicial que empató, como hace dos años, con la vacancia judicial. Semanas enteras con regiones del país sin servicio público esencial de la administración de justicia.

Y si jueces y magistrados no podían ingresar a sus despachos, incluso cuando querían hacerlo por la prevalencia de un sentido de la dignidad profesional, en las altas cortes no cesaban las manifestaciones de politiquería y luchas de poder burocrático.

Mientras tanto, tuvimos una primera vuelta en elecciones presidenciales con el triunfo del candidato opositor. Ello arreció una campaña sucia de la que, teniéndolo que hacer, ninguno de sus protagonistas se avergüenza. Para la segunda vuelta se prometió la paz, y de esa oferta seguimos pendientes. Hubo reelección en la segunda vuelta, para que los dignatarios del gobierno reelecto dijeran, horas después, que esa figura era tremendamente nociva para la democracia colombiana.

Todo lo anterior, enmarcado en una permanente confusión sobre lo que debe ser el parámetro ético mínimo que esta sociedad tendría que respetar para sobrevivir con dignidad. Quien tiene el deber de asegurar que el crimen no quede impune y que prime la legalidad sobre las lógicas del crimen (el fiscal general de la Nación), no deja pasar semana sin decir que los peores delitos no pasan de ser pecadillos que lo que buscaban era la paz.

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