¿Dónde está el Estado?

La economía sirve frecuentemente para explicar los fenómenos sociales.

Leyendo las crónicas de días recientes, uno se entera que muchos de los que participan en los grupos de autodefensa o los apoyan eran financiadores obligados de los Templarios.

Los extorsionaban y pagaban. Es decir, hacían lo que era normal en un lugar donde la autoridad no sólo no cumple con su obligación de proteger la vida y las propiedades de los gobernados sino seguramente protegía —protege— a los criminales.

Pagaron hasta que los Templarios enfermaron de codicia. Ya no sólo querían la cuota ordinaria, sino llegaban a exigir cantidades extra, muchas veces muy fuertes. Y cuando vieron que era fácil quedarse con los medios de producción de los extorsionados —negocios o huertos—, simplemente lo hicieron.

La lógica económica se impuso. Era más barato comprar armas y formar un grupo de autodefensa que seguir cediendo a las exigencias de los Templarios, quienes incluso llegaban a avisar a los extorsionados que se llevarían a sus hijas de paseo y que luego se las regresarían.

Pero lo que es válido para un ciudadano extorsionado por criminales y abandonado por la autoridad —¿usted no se armaría?—, no es necesariamente bueno para el resto de la sociedad.

Aunque hemos perdido la fe en los gobernantes, aún esperamos —o al menos yo lo espero— que un día podamos vivir en un país regido por leyes y donde se cumpla el principio esencial del pacto democrático: dejar en manos de la autoridad la defensa de nuestra vida y nuestras pertenencias. No sólo es su obligación sino que pagamos impuestos para que la cumplan.

Lo otro es creer en que cada vez que tengamos un problema de seguridad, la solución será armarse.

¿No acabamos de reclamar a Estados Unidos la entrada masiva de rifles de asalto por nuestras fronteras? ¿No nos escandalizamos cuando la defensa del principio constitucional de poseer armas en aquel país termina en una matanza de niños?

A México le costó un trabajo enorme desarmarse después de la Guerra Cristera. Ahora resulta que el país se ha vuelto a armar. Y las autoridades, locales y federales, se han mostrado incapaces de pararlo.

Van diez días de operativo federal en Michoacán y la advertencia del secretario de Gobernación de que nadie podrá andar armado —ni Templarios ni autodefensas— ha caído en oídos sordos.

Apenas el martes pasado, ambos grupos se enfrentaron a balazos en una zona rural ubicada en los límites de Parácuaro y Apatzingán. ¿No se supone que había un acuerdo para que las autodefensas no exhibieran sus armas?

Entiendo el instinto de las autodefensas de defenderse de los criminales, pero, como he escrito aquí muchas veces, me preocupan las implicaciones de su crecimiento exponencial.

Apenas ayer leí, en la crónica de mi compañero JC Vargas, que las autodefensas de Parácuaro confesaron que a los halcones de los Templarios que han detenido los han obligado a realizar trabajos forzados, como construir sus barricadas.

¿A nadie más le preocupa el rumbo que está tomando este fenómeno? ¿Vamos a esperar que ahora las autodefensas impartan justicia, porque la del Estado no da confianza alguna?

A mí me cuesta trabajo creer que un movimiento que sólo se guía por las órdenes de sus jefes —de los que no habíamos escuchado hablar hasta hace unos meses y por los que nadie ha votado— pueda representar el interés de toda la sociedad.

Pero ahora hay sectores de la izquierda que califican a los grupos de autodefensa como un movimiento popular, y lo celebran, a pesar de que algunos de ellos hasta hace poco denunciaban que eran “paramilitares” organizados por el general colombiano Óscar Naranjo, quien funge (¿fungía?) como asesor del gobierno federal en materia de seguridad.

En conclusión, entiendo las motivaciones de los michoacanos extorsionados de hacer frente a los delincuentes ante el vacío de autoridad, pero no me parece que el resto de la sociedad deba esperar de ellos la solución a sus problemas.

La organización Human Rights Watch, a la que no se puede acusar de complicidad con el gobierno, acaba de advertir que ese movimiento se puede convertir en un “Frankenstein, que luego ningún gobierno controla”.

Las autodefensas son un fenómeno que no se explica sin la debilidad institucional que viven Michoacán y muchos estados del país. La delincuencia organizada es un fenómeno que no se explica sin la existencia de una red de protección política y policiaca para los criminales.

La única forma de acabar con la presencia de los Templarios y las autodefensas es fortaleciendo las instituciones, combatiendo la corrupción, generando confianza de los ciudadanos en la autoridad y, sí, aplicando la ley sin distingos.

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