Dos mensajes alarmantes

Puestos en blanco y negro los dos discursos, el de Santos y el de los jefes criminales de la guerrilla, uno no puede sino preguntarse: ¿Quién está mintiendo? ¿Qué pavorosa y oscura trama se gesta a nuestras espaldas?

Diciembre siempre es época propicia para los mensajes a sus conciudadanos, tanto de los mandatarios, como de los dirigentes empresariales y políticos, de los escritores, de los sacerdotes, en fin, deseándoles terminar con ventura el año moribundo e iniciar uno nuevo venturoso. Y entre nosotros, amén de los anteriores, recibimos mensajes de los criminales más redomados.

Del sartal de declaraciones que los colombianos recibimos por televisión, radio o internet, quiero comentar dos que me han impresionado y que merecen un cotejo cuidadoso.

El presidente Santos se dirigió a sus compatriotas varias veces antes de concluir 2013, con palabras elocuentes, melosas y seductoras. Pregonó, como en tantas otras ocasiones, los milagros “nunca antes vistos” que se han vivido bajo su mandato. Bromeó al comentar que el número 13 -aludiendo al año que fenecía- es considerado por unos de buena y por otros de mala suerte: él no sabe quién tenga la razón, pero lo que sí puede asegurar es que “este año 2013 ha sido uno de los mejores años que ha tenido nuestro país en sus 200 años de existencia como República”. Dicho con humildad, producto de su sapiencia y tino en el manejo del Estado. Claro que se trataba de una broma.

Y aseguró que además de los ríos de leche y miel que corren a torrentes por toda la geografía patria, que han convertido en realidad el sueño de la prosperidad, el sueño de la paz también está al alcance de la mano. “El 2014 será un año que esperamos sea el de la paz, el que marque la terminación del conflicto armado que nos ha desangrado por medio siglo ya”, declaró.  Los colombianos, gracias al gobierno actual, por fin encontramos que “no nos resignamos a seguir sufriendo la violencia, que no queremos que en nuestro país sigan aumentando las víctimas”. Portentoso descubrimiento. Prosperidad y paz: “creo que estas dos palabras ya no son solo palabras, sino que pueden ser –y están comenzando a ser– una realidad positiva, una realidad palpable en nuestro país”, remató diciendo el presidente.

Al momento de pronunciar tan esclarecedoras soflamas ya el país conocía, y el presidente Santos también, el mensaje de fin de año de los “comandantes” supremos de las Farc y el Eln –contertulios del gobierno en La Habana los primeros, en remojo los segundos- a sus secuaces y conmilitones de todo el país. Frente a la homilía pacifista y romántica del primer mandatario, que ninguna alusión hace a las declaraciones de la guerrilla, la proclama de los narcoterroristas destila odio y arrogancia. No podemos omitir una síntesis apretada de su larga perorata.

Aunque la mitad de la epístola se les va en declaraciones de mutuo amor, buscando superar ancestrales contradicciones y enfrentamientos, la sustancia está en sus consideraciones sobre los diálogos de “paz” con el gobierno. Parten alias Gabino y Timochenko de una consideración elemental y clara: los 50 años de existencia de las dos organizaciones han tenido y siguen teniendo como fin primordial la conquista de una “patria socialista”, a la cual le agregan apelativos que buscan hacer más presentable el anticuado paquete, es decir, también “soberana, democrática, fundada en la justicia social y el desarrollo humano.” En ese propósito común perseveran y deben unir esfuerzos como “hermanos, compañeros y camaradas que apuntamos nuestras armas y estrategias en la misma dirección.”

Entrados en materia, se dignan hablar de sus “esfuerzos por concretar las vías del diálogo para encontrar una salida política al largo conflicto armado”, es decir del bendito proceso de “paz” en marcha. De entrada reiteran su aspiración central: que hay que “arrebatar el poder a las oligarquías gobernantes” por medio de “un poderoso esfuerzo político o militar”, por parte del “pueblo”, “el conjunto de las clases explotadas y marginadas” y los “llamados sectores medios”. Para construir un nuevo Estado. “Todos los esfuerzos nuestros, como revolucionarios, apuntan en esa dirección. El carácter antidemocrático y violento del régimen colombiano ha impedido el desarrollo del trabajo político, en el grado requerido para que la movilización popular pueda estremecer sus cimientos. Esa ha sido la razón fundamental de nuestra apelación a las armas.”

Entonces, ¿para qué un dialogo de “paz” con el gobierno?, preguntaría uno ingenuamente. “La vía de la solución política pretende entonces abrir una enorme brecha en ese régimen, mover al movimiento popular a derribar las murallas de la intolerancia, a crear las condiciones para que se desate y florezca un poderoso movimiento alternativo, capaz de transformar de una vez por todas a Colombia”, en primer término. Y en segundo término, lo que es más importante: “La bandera de la paz con justicia social y democracia no puede ser entendida como la desmovilización y entrega del movimiento guerrillero, sino como la concreción de profundas reformas en los campos económico, político, institucional y social. Por eso adquiere tanta importancia la lucha por la paz en nuestro país, sobre la base de que son el Estado y las clases dominantes los únicos responsables de la violencia, el atraso y la pobreza reinantes en Colombia.” Absolutamente claro.

Siguiendo la misma línea argumental los “comandantes” pontifican: “Los diálogos de paz, concebidos como una gran apertura para que las guerrillas amplíen los espacios para hacer política, se acerquen más a la población y continúen conquistando el corazón de la gente colombiana, pueden convertirse en el más poderoso factor de agitación y organización popular. El pueblo consciente y organizado sabrá qué le corresponde hacer entonces.” Se quejan de que este gobierno es “profundamente reaccionario, neoliberal, comprometido hasta el tuétano con los intereses de las transnacionales y el imperialismo norteamericano, militarista, guerrerista y oligárquico. Un gobierno que tras su discurso público de paz lo único que ambiciona es la rendición de la insurgencia, su sometimiento, para quitar definitivamente ese obstáculo a la hegemonía del gran capital y el latifundio.” Dan a entender que si están participando en los diálogos o se aprestan a hacerlo es porque sustanciales logros aspiran a conseguir o están obteniendo, aunque suspiran porque “sería mucho más fácil si lográramos contribuir a la instalación de otro gobierno.”

Sin tapujos pregonan “el carácter antidemocrático y violento del régimen colombiano” y parten de la base de que son “el Estado y las clases dominantes los únicos responsables de la violencia, el atraso y la pobreza reinantes en Colombia”. De allí que se justifique su empresa criminal y su alzamiento violento. Los diálogos de “paz”, entonces, tienen una finalidad precisa dentro de la estrategia subversiva: “abrir una enorme brecha en ese régimen” y crear una fuerza que pueda “transformar de una vez por todas a Colombia”. De ninguna manera la bandera de la paz “puede ser entendida como la desmovilización y entrega del movimiento guerrillero, sino como la concreción de profundas reformas en los campos económico, político, institucional y social”, nunca “la rendición de la insurgencia, su sometimiento”. Por el contrario, los diálogos deben proponerse “una gran apertura para que las guerrillas amplíen los espacios para hacer política, se acerquen más a la población y continúen conquistando el corazón de la gente colombiana, pueden convertirse en el más poderoso factor de agitación y organización popular.” El “pueblo” así “consciente y organizado” –concluyen-, entonces “sabrá qué le corresponde hacer”.

Puestos en blanco y negro los dos discursos, el de Santos y el de los jefes criminales de la guerrilla, uno no puede sino preguntarse: ¿Quién está mintiendo? ¿Qué pavorosa y oscura trama se gesta a nuestras espaldas?

Los defensores de oficio de la guerrilla –y el inefable jefe de los negociadores del gobierno- se empeñan en asegurar que ese es un discurso para las bases guerrilleras, para darles contentillo, pero que en la mesa otra cosa diferente sucede. Dan a entender que la jefatura narcoterrorista tiene un estudiado doble discurso: el público, estridente y fundamentalista, y otro sensato, conciliador, reformista en las intimidades de las conversaciones de La Habana. ¿Será verdad tanta belleza? ¿Aceptarán de la noche a la mañana el desarme y la desmovilización, lo mismo que el sometimiento, y renunciarán a la lucha armada sin que se les tenga que entregar medio país a cambio? ¿Y sus bases, que vienen poniendo el pecho por ese discurso radical aceptarán con mansedumbre tales virajes?

Causa tremenda desazón que las patibularias declamaciones de los terroristas y sus amenazas brutales no tengan respuesta del gobierno. Y crea fundadas preocupaciones. Y que a cambio, el presidente Santos solo pronuncie empalagosas palabras. ¿A qué costo se firmará la paz? ¿Se le abrirá la “enorme brecha” a nuestro régimen democrático que las guerrillas anuncian? ¿Cuáles “profundas reformas en los campos económico, político, institucional y social” son necesarias para que los diálogos concluyan con éxito? ¿Qué tanto debe someterse la institucionalidad a las ambiciones de los terroristas, para que éstos se dignen perdonarnos la vida?

El 2014, coinciden la mayoría de los mensajes que hemos conocido, será un año de grandes acontecimientos en Colombia. A no dudarlo. Pero los dos mensajes que comentamos nos dejan inquietudes poderosas sobre el rumbo de las negociaciones que se adelantan en Cuba. Y un sentimiento de pesimismo, más que de optimismo. Salvo que la mayoría de los colombianos, en los comicios a que estamos llamados en marzo y mayo, logremos detener el país antes de que se precipite al despeñadero.

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