Petro retorna al pasado

Es demasiado grave que, a estas alturas del caso Petro, no sepamos cuál será el desenlace. Las decisiones de los organismos de control y de justicia no deben estar sometidas a los niveles de incertidumbre por causa de la presión callejera usada como carta de chantaje.

Estamos en presencia de descuadernamientos y debates pocas veces vistos. Entre los primeros, sobresale el protagonismo acucioso del Fiscal Montealegre que de buenas a primeras asumió el sospechoso rol de abogado defensor de Petro. No sabemos si es una forma de cobrarle cuentas al Procurador por sus discrepancias en materia de paz e impunidad o una cortina de humo para tapar las investigaciones que adelanta la Contralora o si le revivieron lealtades izquierdistas de antaño, o todas las anteriores.

En el debate jurídico, como bien se sabe, hay distintas interpretaciones de la Constitución, de las implicaciones sobre eventuales medidas cautelares del sistema interamericano de justicia, sobre los super poderes de la Procuraduría. No se puede desestimar que la destitución del alcalde de la capital tiene implicaciones e imbricaciones políticas y que ello explica, en buena medida, el alboroto que se ha levantado.

A esta última cuestión es a la que quiero dedicar las siguientes reflexiones. Ha sido abrumador el respaldo recibido por Petro entre pensadores liberales (me refiero al aspecto filosófico). La argumentación tiene un tono volteriano en cuanto centra su discurso en el choque entre lo laico y lo religioso. Se resalta, por ejemplo, que el Procurador es un devoto de la virgen María, el haber quemado libros en su juventud, asumido posiciones reacias al matrimonio entre homosexuales y contra el aborto y su fanatismo religioso. Afirman que destituye a Petro porque es ateo.

No sé si habrán caído en cuenta de estar violando el principio moderno y liberal de la tolerancia que alude, básicamente, al tema religioso: cada persona es libre de profesar las creencias religiosas que a bien tenga o que considere apropiadas. Alude, también, a la convivencia, en términos de igualdad, con quienes profesan creencias religiosas diferentes.

Adicionalmente, violan el principio constitucional que consagra, taxativamente, la no discriminación por razones de sexo, raza o religión, entre otras, y la libertad de cultos. Estamos apreciando la gestación de un ambiente de condena, discriminación, señalamiento, macartismo y veto contra el Procurador de la República con el fin de demeritar su actuación disciplinaria. Como si la conducta investigada fuese de tipo religioso o se hubieren alegado razones ideológicas en la sentencia de destitución. No se toman la molestia de mirar y exponer a la opinión la militancia política y creencias religiosas de los cientos de alcaldes, diputados y congresistas destituidos durante su gestión, porque quedarían sin piso sus tesis. Los pensadores liberales han atizado el linchamiento moral de este funcionario público como si lo que estuviese en juego, en este momento, sea la forma de pensar de ese funcionario. Eso, en buen castellano o español, se llama actuación “inquisitorial”, el arma utilizada por la iglesia católica durante su hegemonía moral en la época medieval.

Por otra parte, la actitud de los seguidores de Petro, de sus aliados, de la izquierda de todo tipo, desde la más “culta” hasta la que es responsable de la “lucha armada”, suscita más de una preocupación. ¿Qué significa, qué mensaje da el alcalde Petro, con su doble estrategia? Me refiero al hecho de acudir de forma simultánea a enredar los procesos en su contra con un alud de tutelas y artimañas leguleyas, con el propósito turbio de lentificar y obstruir las investigaciones y las decisiones de ciudadanos (la revocatoria) y de autoridades de control. Y, por otro lado, una vez los fallos le son adversos, apelar al bochinche de la multitud, a desafiar las instituciones con la protesta callejera. Dudo que tengamos un registro histórico de conducta similar.

No entraré a buscar las explicaciones de este accionar en la personalidad demagógica, ególatra, caudillista y arbitraria de Petro. De ella dan cuenta funcionarios que trabajaron a su lado y que fueron víctimas de sus desafueros como Daniel García-Peña. Creo que se trata de la resurrección de una actitud de descreimiento radical de la izquierda colombiana respecto de las leyes, la democracia y las instituciones del país.

Una posición equívoca desde el siglo pasado llevó a muchos grupos de izquierda a jugar en política con un pie en la legalidad y otro en la clandestinidad. Grupos más radicales desecharon toda opción por la lucha legal. Unos pocos, pero con gran desconfianza, intentaron hacer parte de la vida legal. Esa ambivalencia explica en buena medida el fracaso de las izquierdas para acceder al poder. Por supuesto hay muchos otros factores como el espíritu divisionista, el sectarismo, el radicalismo, etc., en los que no me detendré.

Lo que quiero plantear es que el caso Petro nos está mostrando que la izquierda, en todos sus matices, vuelve a ser prisionera de esa ambivalencia, que no la ha superado, que sigue jugando no solo a descreer de la Ley, las instituciones y la democracia sino a demeritarlas y a destruirlas, que le sigue apostando a la táctica de la movilización de las masas y a la agudización de la lucha de clases para alcanzar sus objetivos.

Los discursos de Petro revelan el retorno a un pasado que creíamos superado, al de la confrontación total, en el que no se miden las consecuencias ni importa el daño causado con tal de imponer su voluntad. Petro amenaza y desafía a la vez que nos remite a un pasado nacional sin matices. Se niega a sí mismo y a sus logros políticos como congresista, negando los avances de la democracia colombiana y los progresos de la misma izquierda. Es un retorno al marginalismo, al mesianismo, al martirologio y al victimismo que tanto daño causaron a la izquierda en el pasado.

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