El Presidente, una revista y el Ejército

Colombia es un país de sorpresas y de situaciones inauditas. Lo ocurrido con el ejército colombiano constata lo dicho.

Que las decisiones sobre relevos en la cúpula militar dependan de crónicas periodísticas, que el jefe supremo de la fuerza pública, por mandato constitucional, tome decisiones dando por ciertas las informaciones de una revista dirigida por su sobrino, sorprende y asusta.

Las dos denuncias recientes de la revista Semana, la de las actividades de inteligencia u “Operación Andrómeda” y la de los casos de corrupción de altos oficiales podrían ser vistas como fruto de investigaciones minuciosas, “objetivas”, “independientes”, compromiso ético y cumplimiento de la función periodística.

El presidente Santos dio credibilidad total y plena a las crónicas de Semana, apartó de sus cargos a dos generales responsables de la operación, exigió investigación interna, habló de la intervención de “fuerzas oscuras”, aunque al día siguiente, hubo de corregir al reconocer que las actividades de inteligencia eran legales. Pero, el daño quedó hecho.

Ante la segunda denuncia la reacción del presidente Santos fue todavía más desconcertante. Llamó a calificar servicios a varios generales de distintas fuerzas por no haber realizado los controles debidos para evitar la corrupción, y, llamó a calificar servicios al comandante general de las fuerzas militares, el general Barrero, que había llegado al cargo en agosto de 2013, precedido de una aureola de lealtad, entrega, sacrificio y servicios a la patria. No salió por acusaciones de corrupción sino por una desafortunada frase dicha de manera privada, vía telefónica, a un alto oficial involucrado en los “falsos positivos”.

En nombre pues, del honor militar y de la buena imagen, el presidente optó por sacrificar generales y coroneles, sin fórmula de juicio, sin darles la oportunidad de ser escuchados, mucho menos de defenderse o de tener derecho al debido proceso. De buenas a primeras, oficiales con una hoja de servicios de 35 o más años se encuentran de bruces en el asfalto, cargando el fardo de la mala fama y de la deshonra.

Yo no voy a defender a priori a ninguno de ellos, pero, tampoco voy a hacerle coro a una revista que no actúa con transparencia ni al grupito de columnistas e intelectuales a quienes el uniforme militar institucional les produce urticaria y vómito. Creo que, como en toda comunidad u organización compleja, en particular, como es el ejército nacional, pueden darse casos de corrupción y violación de normas del servicio, disciplinarias y éticas que merecen ser investigadas y, comprobada la culpa, sancionadas.
Pero, la carrera militar está rodeada de ingratitud, cualquier falla, desliz, arbitrariedad o infracción puede dar al traste con toda una trayectoria. Más allá, la carrera militar en un país con tantos retos y peligros de grupos armados irregulares que apelan de forma sistemática a la violencia contra las instituciones y la sociedad, puede tornarse dramática y azarosa.

Los gobernantes les dan la orden de hacer inteligencia, por ejemplo, para luego despedirlos a las patadas porque un medio o una Ong entabla denuncias. Les ordenan hacerle la guerra al terrorismo y a la vez les imponen un cúmulo de condicionantes y les montan un batallón judicial que les dicen cómo deben hacer la guerra como si no hubiese guerra, luego, les exigen resultados y, por último, se pueden ver involucrados en campañas de propaganda y denuncias de sus enemigos jurados, que se traduce en llamados a calificar servicios y muchas veces en la cárcel antes de ser vencidos en juicio.

Está muy bien que se adelanten investigaciones a aquellos oficiales y agentes que violen las leyes o que abusen de sus galones y de su autoridad por corrupción o por el afán de ganar albricias con falsos positivos. Pero, lo que es inadmisible es que se les niegue el derecho elemental de hablar, ofrecer explicaciones y defenderse. Es una situación insostenible: tienen en sus manos la defensa del país y son tratados como ciudadanos de segunda.

Estos dos últimos episodios dejan muchas dudas, además del sinsabor en las tropas y su efecto negativo en la moral de sus integrantes. La revista Semana es dirigida por un sobrino del presidente Santos, el hijo de Enrique, el principal animador de los diálogos de La Habana. Es válido preguntarse si el interés de la información era periodístico o si se trató de una maniobra calculada para sacar del camino a oficiales críticos. Preguntar por la fuente que proporcionó las grabaciones es inútil, dirán que existe el derecho a no revelarla. Si la información salió de la Fiscalía puede constituir una violación de la reserva de sumarios de militares investigados. ¿Por qué en este coyuntura? ¿Por qué información de inteligencia recabada por el ejército está en poder de quien ha defendido la tesis de impunidad de las guerrillas?

Demasiado peligroso y desestimulante para cualquier oficial la destitución del General Barrero por una conversación hecha dos años atrás sin que se compruebe que tal frase haya tenido efectos nocivos constatables y cuando el general no tenía el rango actual. Mucho más grave y, además, sospechoso, que se denigre así al oficial que diseñó y dirigió la operación en que fue abatido el comandante máximo de las FARC, Alfonso Cano.

El presidente Santos es el funcionario público colombiano que más generales, coroneles y otros oficiales ha descabezado en los últimos años, como ministro de Defensa y presidente. Demuestra una gran vulnerabilidad a la presión de los medios y al bullicio propagandístico de ONG caracterizadas por sus prejuicios contra la institución militar, entre las cuales las hay que sostienen la insólita tesis de que el estado y su ejército son los únicos que cometen crímenes de guerra, y las guerrillas no porque no son signatarias del derecho internacional humanitario ni de los protocolos adicionales de Ginebra.

Suenan hueras las reiteradas declaraciones del presidente sobre su amor y respeto por la institución más querida y respetada por los colombianos, a la que tanto ha maltratado y dado señales equívocas.

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