Paz se escribe con zeta

Eso no significa que le pertenezca a Zuluaga, lo digo a propósito, para que se entienda que la paz no le pertenece a nadie en particular, porque no es un objeto.

La paz es mandato constitucional y por ella debe luchar quien dirija el Estado. Lo que está en discusión es el método y los términos para alcanzarla. El presidente Santos inició conversaciones bajo el supuesto de que en cosa de meses se firmaría la paz. Llevamos año y medio largos y nada. El presidente Santos, a pesar de mensajes hostiles y acciones criminales de las guerrillas insiste en que la paz está cerca o que basta desearla para que se haga realidad y transmite la idea de que se va a refrendar el 15 de junio. Su discurso de campaña pone el balón en el campo de la población como si de ella, y no de la renuncia de la guerrilla a las armas, dependiera.

La campaña del presidente-candidato contra la guerra no va dirigida hacia quienes atentan contra la paz a diario y llevan 50 años intentando, infructuosamente, tomarse el poder por la vía de las armas. La campaña contra la guerra tiene por objeto atacar a un amplio sector político y de opinión al que se quiere estigmatizar como partidario de la guerra, de hecho saca en limpio a quienes todos los días con su terror nos recuerda quienes son los verdaderos guerreristas. Santos prefiere dividir el país pacífico, violentado, victimizado, el país que quiere justicia, que ha buscado el diálogo en varias ocasiones, para firmar la paz con los que siguen matando soldados y policías y no quieren saber de cese de hostilidades ni entrega de armas.

Al presidente-candidato le parece que Óscar Iván Zuluaga hace exigencias “inaceptables” a las Farc, como quien dice, no los molestemos, no los incomodemos, tratémoslos con maña para que no se espanten. Pregunto: ¿por qué el presidente contesta lo que corresponde a los voceros de la guerrilla? ¿Por qué considera inaceptable o humillante exigirles cese unilateral de acciones criminales? Entonces, ¿la política de seguridad democrática tenía por fin situar a las guerrillas en posición de igualdad con el Estado? ¿Todo ese esfuerzo humano, militar, financiero y emocional para no cobrar en la mesa esa elemental exigencia de la sociedad colombiana?

Ese fue uno de los “inamovibles” a los que aludió Santos el día de su posesión, recordemos: “A los grupos armados ilegales… les digo que mi gobierno estará abierto a cualquier conversación que busque la erradicación de la violencia… eso sí –insisto- sobre premisas inalterables: la renuncia a las armas, al secuestro, al narcotráfico, a la extorsión, a la intimidación. No es la exigencia caprichosa de un gobernante de turno. ¡Es el clamor de una Nación!” ¿A cambio de qué declinó esas PREMISAS INALTERABLES?

El presidente-candidato y su guardián pretoriano, el ordinario Silva Luján, usa un lenguaje similar al del dictador Maduro para referirse a sus críticos, contradictores y opositores. Y ha llegado al límite, ese sí “inaceptable”, de calificarlos de fascistas y neonazis. La cuña televisiva en la que pregunta a unos padres de familia si prestarían sus hijos para la guerra es un equívoco imperdonable y una grave humillación a la Fuerza Pública puesto que desdice de la legitimidad del reclutamiento y de su necesidad para garantizar el orden. Desvaloriza el esfuerzo militar que hizo el Estado colombiano para evitar que el país cayera en manos de guerrillas comunistas, deja el mensaje de que no vale la pena defender con las armas legítimas del Estado las libertades y la democracia, que los soldados se estaban sacrificando inútilmente, que la seguridad democrática fue en vano, que nadie debe prestar sus hijos para luchar contra los que causan dolor a la sociedad.

Juan Manuel Santos rompió definitivamente con el pasado reciente, con el legado de la seguridad democrática y del expresidente Uribe, los pilares en que se apoyó para ganar la presidencia. Esa ruptura lo coloca en la posición del político y lo obliga a abandonar la pose de víctima de Uribe y de presidente incomprendido. Por fin se quitó la máscara de defensor de los “tres huevitos”. Santos, al decir que Uribe era muy amigo de los paramilitares y que lo supo leyendo a Iván Cepeda, se sumó al coro de la pandilla vengadora que quiere llevar al expresidente Uribe a la cárcel.

Entretanto, Timochenko, Márquez y compañía, por estos días celebran 50 años de inútil y fallida violencia e insisten en presentarse como representantes del pueblo, expresión de la justicia social, rechazan por “humillante”, el cese unilateral de hostilidades, proclaman que “esta guerra fue impuesta por la oligarquía” y reiteran su juramento de guerra: “Hemos jurado vencer y venceremos”.

Yo no creo que Santos sea un agente del castro-chavismo o un comunista embozado. Es un miembro de la rancia oligarquía bogotana y nacional con humos aristocráticos, que tiene unas ansias “insuperables” de gloria y sufre de conciencia de culpa por la deuda histórica con la justicia social y que en alarde de ingenuidad piensa que esa deuda se cancela siendo maniancho con las guerrillas.

La esencia de nuestra crítica a su política de paz es que el Estado colombiano no impone, pudiendo, las condiciones inamovibles que se construyeron colectivamente en los últimos 12 años y que Santos reafirmó el 7 de agosto de 2010: Esos inamovibles, expresión del deseo de la inmensa mayoría de los colombianos, son los que encarna hoy con total razonabilidad, Óscar Iván Zuluaga.

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