Ni partidocracia, ni “partidoclasia”

Solemos llamar partidocracia al gobierno en el que los partidos políticos, más que intermediarios, son soberanos. Las élites partidistas se alejan de los segmentos de la sociedad cuyas voces dicen expresar y se asignan a si mismas un papel decisorio que a menudo ignora al verdadero depositario de la soberanía, que es el pueblo. Es una tendencia intrínseca a la crisis de la democracia representativa cuyas causas pueden encontrarse en la ley de hierro de la oligarquía que Michels desarrolló hace un siglo y que en México se manifiesta cada vez con más fuerza. La disociación entre partidos y sociedad y el concomitante descrédito de los políticos generan una creciente desconfianza de la ciudadanía hacia la cosa pública.
Al fenómeno que se ha gestado como reacción contra la partidocracia le llamo partidoclasia. Se trata de una animosidad de la opinión pública que va más allá de los partidos y se ceba en todo lo que se relaciona con la política, particularmente aquella que se da en el Congreso. Cierto, hay allí opacidad y dispendio, y muchos de sus integrantes se han ganado a pulso el desprestigio con corruptelas, prepotencia y turismo parlamentario, pero los medios se han encargado de atizar el fuego indiscriminado. No hay nota que gane lectores más fácilmente que aquella que despotrica contra la holgazanería y las excesivas remuneraciones de diputados y senadores. Y no sólo se omiten las excepciones, sino que se incurre frecuentemente en una suerte de populismo periodístico que pide reducir el número de curules o prescindir de la representación proporcional. Ojalá fuera tan fácil.
Cuidado: generalizar la crítica a los representantes es desvirtuar la representación y gestar la fragilidad de las instituciones. En la medida en que no se hagan distingos, la visión imperante será que no hay que cambiar sino eliminar a los partidos, y que no hay que castigar a los malos legisladores sino acabar con el Poder Legislativo. Así llegó a la Presidencia de Perú Fujimori y así se han fraguado otros golpes autocráticos. Puesto que se requieren cambios de gran calado para inventar una nueva institucionalidad —es imperativo repensar los mecanismos de representatividad democrática—, conformarnos con decir que la solución es que nos gobiernen “ciudadanos” es caer en la demagogia. Las candidaturas independientes y los demás instrumentos de la democracia participativa son estupendos contrapesos a la partidocracia porque constituyen incentivos que obligan a los partidos y a los políticos a acercarse a la  sociedad y a rendir cuentas. Y con el mismo objetivo han de diseñarse reglas que faciliten la renovación partidaria y hagan costoso el abuso de poder.
Aterrizo mi divagación. Mientras nos puedan más los mochos que los moches, mientras sigamos penalizando de pasadita juergas antes que sobornos y tráfico de influencias, seguiremos llorando como partidoclastas el mismo orden partidocrático contra el que no hemos sabido luchar. Si los diputados del famoso video pagaron de su bolsa su parranda nocturna tendrán que rendir cuentas a sus esposas y a nadie más. Lo que a nosotros debe interesarnos es saber quiénes cobraron por dar presupuesto para obra municipal o medran con casinos al amparo del poder. De lo contrario nos quedaremos en el morbo. Necesitamos más armas para combatir la corrupción, pero por lo pronto podemos repudiar a los impresentables, esos políticos cuyas pillerías han sido exhibidas en videos o audios o reportajes serios y siguen apareciendo todos los días en los periódicos en posiciones de (reciclado) liderazgo partidista.
Estamos atrapados entre la aquiescencia a las peores prácticas de los partidos y la gritería en su contra. El PAN, por cierto, no debe desaparecer sino depurarse, porque su historia lo hace digno de redención. Y México necesita herramientas que en vez de partidocracia y partidoclasia nos den sencillamente democracia.

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