LEALTAD Y DEMOCRACIA

Alguién dijo, no recuerdo quien, pero dijo muy bien: “Que la lealtad es el camino más corto entre dos corazones.” Sin que haya duda, ella constituye uno de los puntales vigorosos que estrechan la comunión entre los mortales, conformando un hermoso tejido de rimas y contrapuntos dando lugar a un lenguaje afectivo que es puente entre el hombre y todo lo que lo rodea y sostiene. Tiene por misión coadyuvar, como dice Gabriel Marcel: “a la afirmación de los fundamentos ontológicos de la existencia.” Es un principio ético, que sembrado en el alma de las personas, crea libre espontaneidad, comprensión y un profundo respeto; mueve, desinteresadamente, a servir a los fines del bien común en toda sociedad porque produce frutos maravillosos de entrega para la ayuda mutua: “una de las formas -como lo afirma Jaspers- en que se realiza la historicidad de la existencia.” Ya Unamuno había empleado la expresión: ”la lealtad por la lealtad misma,” definiéndola como “la voluntad de creer en algo eterno de expresar tal creencia en la vida práctica de un ser humano.” Es pues, la lealtad, un sentimeinto que llama a guardar fidelidad a una fe, a unos valores encarnados en seres que han elevado en el orden ético y moral su personalidad, imprimiéndole a su propia vida el sello de su radical unidad ontológica. La lealtad, obliga a guardar fidelidad a esas instituciones en que la vida de la razón y de la libertad domina en el de los sentidos y de las pasiones.

La lealtad, por ser un valor trascendente, prepara el corazón de los hombres para la sinceridad y la rectitud, para comprender la importancia de reconocer y asumir la fidelidad a principios que se convierten en factor de unión y de fraternidad. Por lo tanto, sembrarla en el corazón del pueblo es un imperativo nacional que lleva a colocar los dones intelectuales, espirituales y materiales al servicio de las que aquella reclama. La lealtad es, por lo demás, una suerte de defensa o amparo para proteger el cuerpo moral de la República. Su presencia es como un fierabrás para curar ese mal de pugnas, intrigas, rivalidades y celos del que se resienten, en todo organísmo social, los grupos humanos. Un recurso, un auxilio -que gracias a su carga espiritual- ayuda en los conflictos a una “sana digestión histórica” que pueda evitar cualquier intoxicación del alma nacional.

La lealtad es una aspiración a mas-ser; una potencia progresiva, un factor de fraternidad que confina la falsía, la perfidia y la indignidad, que enlaza y junta voluntades nobles, recurriendo al instinto de emulación entre sociedades de personas, tratando de obtener un ambiente de comprensión, de cordura y de unión, para tratar de alcanzar el mayor grado de comunión existencial. Por otra parte, aporta solidez a la democracia, particularmente a la democracia sacial que, como dice Burdeau: “mira a un dominio de la sociedad entera, controlando cada una de las relaciones, cada uno de los actos que forman la vida colectiva.” Y como aspiración que es a mas-ser, mueve a grandes cosas: Por una parte, en el plano personal en la relación del tu y el yo, recreando la filosofía de la segunda persona, para estrechar los deberes de los unos para con los otros, porque, además, sin lealtad no hay verdadera amistad. Por la otra, en el plano político: en la relación polis-gobernantes, cuya filosofía exige a estos -los menos- ejemplaridad: grados superiores de existencia y de conducta. Autenticidad, para despertar en los gobenados interés, apoyo, seguimiento, imitación. Para que las masas, con el ejemplo que puedan dar los gobernantes, comprueben que el comportamiento cívico honesto, las formas elevadas de vida, la hombría, – entendida como placer por las cosas superiores- proporcionan bienestar, porque ayudan a elevar la conciencia, la inteligencia y el gusto por el bien, la verdad y la belleza, haciéndo posible que la masa deje de ser masa para llegar ser pueblo.

La lealtad, por lo demás, constituye uno de los valores éticos que debería formar parte de la escala jerárquica de todo buen político, porque cuando el político carece de ella, en el fondo de su personalidad, revela no apacentar en su ánimo ni ideales, ni principios y menos aún la firme vocacicón por la sana convivencia pública y la solidaridad. En la práctica, este valor fundamental para la buena marcha de una sociedad democrática, poca resonancia ha tenido entre nosotros. Mal, y muy mal suele andar toda sociedad que no manifieste interés alguno por abonar su solar con este humus salutífero que hace brotar la fidelidad a una idea, a un pensamiento del que todo ser humano se vale para salir de si mismo y participar, lealmente, de algo que está más allá de él y que es a la vez la fuerza que inspira y crea un modelo de vida y un sistema ético particular en una nación.

La carcoma que ha horadado las bases de nuestro sistema “democrático” ha sido, entre otros, la falta de lealtad que tuvieron buena parte de los civiles que tomaron el poder a partir de 1958. Entónces, se ofrecieron cualquier cantidad de recursos para llenar lo que llamaron: “el vacío social y económico y la crisis educativa que dejó la dictadura.” Sólo lograron cumplir a medias. Tanto fue así, que muchos de los planes que, galoparon por esas cabezas, poco a poco cayeron en el olvido. Fueron planes ofrecidos, sobre todo, para superar la indigencia material y cultural de los sectores marginales de la Venezuela pobre, y que dieron a luz, con fogoso entusiasmo en las plazas públicas al calor de multitudinarias concentraciones populares. Lamentablemente, el viento se los fue llevando como el humo de las quemas. Y, Venezuela, comenzó a vivir, en el “Campamento,” que tan bien describió Cabrujas en su brillante ensayo. Valga decir, holgando sin encontrar en la marcha del tiempo un progreso de unificación, un crecimiento de la vitalidad nacional. Fue imposible, por ejemplo, que el vellocino petrolero dejara de ser el mayor proveedor del presupuesto, él restó al campo, el laborioso músculo del labriego y feracidad a la tierra; igualmente crecimiento y tenacidad a la industria. Hoy, estaríamos exhibiendo un sostenido y vigoroso desarrollo, una política realista, es decir, de realizaciones, la que invita a transformar la realidad según un plan de ascensión sobre nuestro horizonte histórico. Esta suerte de Estado saudita, como se lo llamó, cocainizado con la riqueza adventicia provocó en el venezolano mucha deslealtad con el país pues al no sentirse aguijoneado por el acicate de la necesidad, se frivolisó negándose a asilarse en lo que llamó Platón la “plenoxia,” esto es, a vivir en acrecentamiento, en expansión permanente, tanto como personas así como sociedad, porque todo individuo y todo pueblo llevan, en potencia, inoculado en su ser el bacilo de la energía, de la creación, esa gran fuente de vida de la que nos dotó el Senor: co-cradores, a su imágen y semejanza. “L’ élan vital” de Bergson, que incita a la expansión, al crecimiento, al desarrollo de un amplio espacio de cultura; a buscar en las profundidades del ser para extraer aquellas porciones de vida que se encuentran todavía, misteriosamente, veladas en el espíritu.

“La democracia, siendo una filosofía -como la define Burdeau- una manera de vivir, una religión y casi accesoriamente una forma de gobiero,” demanda la presencia de seres cultos, virtuosos y preparados. De una minoría sobresaliente que es, por cierto, de lo que ha carecido la “democracia” venezolana, que no ha pasado de ser más que una oclocracia (Diccionario de la Real Academia: “gobierno abusivo de la plebe”) donde lo selecto, lo docto, lo instruído ha estado ausente. Los gobiernos, buena parte de ellos, han estado signados por la bastardía de lo inculto, lo ordinario y lo soez; por el torrente crematístico de la corrupción, por el pillaje y la malversación, para lo que no han valído los principios de la moralidad y el decoro. (No quiero negar que individualmente -persona por persona- no haya habido hombres de elevada formación y cultura y de comprobada probidad y honradez, la carencia ha sido de equipo humano, poco rectos y virtuosos; incompetentes para acometer un proceso histórico-político de unidad nacional).En una palabra, lo que Venezuela, en realidad, no ha  enido es una dirigencia culta y preclara, suficiente en número y calidad; a lo mejor porque tuvo, en su alumbramiento, lo que Ortega  diagnosticó para Espana “una embriogenia defectuosa.”

Lo que se osa llamar “democracia,” cuenta entre sus líderes con una media intelectual que llega apenas a la de un ser ignorante. Además, es un sistema maleado en su base que lo único que puede salir de él es un oscurecimiento completo de la conciencia del país, motivado por una política de disolución nacional que ha provocado este estado de descomposición en que vivimos. Una quiebra continuada de los valores, pervirtió nuestra “democracia” y de esa quiebra ha quedado una especie de conchabanza oclocrática prestada para cometer desafueros, como la insólita y vergonzosa exculpación y condonación que se le hizo al narco Carvajal, por la real gana y con la patente mafiosa de un poder militar que le permitió, sentirse, cínicamente, con derecho a ocupar una dignidad que su indignidad no merece. Este hecho confirma que lo que hay en Venezuela es un régimen trabucaire que ha hecho de la política un filón tiránico misoneísta, que ha proscrito la moral, la etica y la hombría de los seres honrados, para darle cabida y presencia al poder militar séptico; a esos oficiales que se solazan desfilando al sonido de una música marcial, y que a juicio de Albert Einstein: ”quienes disfrutan de placer tan primitivo, no tienen la altura suficiente para que se les desprecie, un gran cerebro les fue adjudicado por error, les hubiera bastado, de sobra, con la médula espinal.”

La concupiscencia, ese apetito desmedido por los bienes materiales que en Venezuela germinó y proliferó gracias al Pactolo petrolero, desmoralizó la conciencia y desató en el país la más aberrante corrupción, causando: desorden, anarquía, confusión, desgobierno y lo que es más grave todavía una pavorosa anomia -desatada por el chavismo- que no solo ha mancillado, cuantas veces le ha venido en gana la Constitución y las leyes sino que con un descaro impúdico, hollando principios y normas jurídicos cardinales, el Tribunal Supremo de Justicia se ha prestado, aviesamente y sin escrúpulos, para escamotear cualquier violación a la Constitución que el Poder Ejecutivo le ordene.

En este salvese quien pueda en que vivimos, queda ya poco lugar para la risa o el llanto. La inseguridad, la escasez, la inflación, la crisis de alimentos, de medicinas, de luz, de gas… se ha hecho ya un hábito y un negocio pingue para los boliburgueses. La intriga política, acalla la verdad. Parlamentarios, ministros, militares, políticos, viven, ávidamente, agachados lamiendo el plato suculento de la corrupción. Nadie cree ya en la lealtad. La vida espiritual está interrumpida. La indiferencia y el miedo han invadido las almas. Se conculcaron los valores: el honor, la dignidad, la honradez, el patriotísmo. Las conciencias, certifícan las miasmas pero pareciera que se sienten bien y a gusto en ellas. Por desaliento, temor o indolencia, todo lo oculta el silencio, cuando no la complicidad.

El estilo de vida se quebró en Venezuela. El egoísmo, suplantó al bien común. Se perdió el amor por los fines para esclavizarse a los medios. La vida se torno un laberinto tortuoso, por la falta de solidaridad, de amistad y de amor. Un ríspido relativismo convirtió a la política en un negocio, que ha sido el lastre fatal que ha impedido que se construya un proyecto de vida que inserte a Venezuela en la historia. Se perdió el perfil y el tono de la República, por la ausencia en el alma nacional de trémolo metafísico, ese “nous” que hace posible, en toda sociedad, una ofensiva victoriosa contra las tinieblas porque acopla a las personas a las exigencia intelectuales y aptitudinales de su tiempo; a las normas permanentes de existencia civil y al rumbo que todo pueblo debe tanto atender y velar. “Lo que reconcilia nuestra libertad con el orden, como dice Octavio Paz, la palabra con el acto y ambas con una evidencia que ya no será sobrenatural sino humana: la de nuestros semejantes.

Ante todo, lo que salta vigoroso y visiblemente a la vista es que estamos en un país desmoralizado y desorganizado de punta a punta. Que no hay guías que senalen caminos ni que den buen ejemplo. “Oves non habetespastorem.” La mentalidad paleta de nuestros dirigentes no difiere en gran cosa de la baja cultura y educación de la masa. Por esto, todo lo que a la masa seduce e impresiona de aquellos, palpita en la sensibilidad de ella. ¡Por esto, entre nosotros, los mediocres mandan!

Aquellos que pretendieron ser pastores, perdieron el camino al trocar el callado por la alforja de la sinecura y la prevaricación; por la chistera del mago, para lucir los conejos disfrazados con sus desvergonzadas  mentira; esas, con las cuales adulan a las masas, enardecen sus pasiones y fomentan sus vicios para conseguir el voto, que es su trampolín para saltar al poder. Y sobre todo, mantenerlo indefinidamente, por la ya conocida y grotesca manipulación de artilugios fulleros en manos de  traficantes del desenfreno y la holganza, para hacer de la “democracia” una ironía. Escribas y jactanciosos fariseos, que en vez de decir lo que piensan, fingen pensar lo que dicen para inmolar con la farsa, el disimulo, el engano y la trampa símbolos patognomónicos de toda oclocracia la conciencia republicana.

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