La gran desilusión

Deben firmar para acabar la guerra y sus horrores. Pero, para los de a pie, de nada ha servido el sufrimiento de 50 años.

En mi columna anterior traté de explicar que el final del conflicto podía ser la oportunidad para el gran salto de Colombia hacia una sociedad democrática, justa y con desarrollo para todos. Ese mismo día, Gobierno y Farc revelaban los acuerdos provisionales a los que han llegado. Al ver lo que negocian, yo pasé de una gran ilusión a una sensación de estafa.

No lo siento por los argumentos que se esgrimen: si alguno de los dos o ambos negociadores van a hacer trampa; si no habrá entrega de armas; si las Farc se van a tomar el Congreso y el país; si vamos a llegar al narcochavismo; si se va a acabar el Ejército; si va a haber asesinatos en masa como los que se hicieron contra la Unión Patriótica; si los guerrilleros se volverán ‘bacrim’; si no va a haber plata para pagar tanta cosa… En fin, todos los argumentos que se dan en contra de la paz y los contraargumentos que se hacen para estar de acuerdo con ella. Puede que estas sean razones plausibles, aunque me parecen especulativas y febriles.

Ahora me preocupa que estos acuerdos solo sirvan para que nada cambie. A los que no somos guerreros ni violentos nos han condenado a 50 años de guerra sucia para llegar a un “sigamos como vamos”. La guerra nos trajo los males que han detenido nuestro desarrollo político, social y económico. En estos años de violencia hemos visto toda clase de atrocidades: un incontable número de muertos del Ejército y de la Policía, de origen pobre y campesino, es decir, de los mismos grupos sociales caídos en las filas guerrilleras; el surgimiento de paramilitares y ‘bacrim’, con sus atrocidades; el refuerzo y mantenimiento del cultivo y tráfico de narcóticos ilícitos; las minas antipersonales; los ‘falsos positivos’; el deterioro de la moral y la honestidad de las fuerzas del orden; el gasto militar en detrimento de las necesidades básicas y fundamentales de nuestra sociedad; la voladura de pozos y ductos petroleros, de torres de energía, de medios de transporte, de puentes y carreteras; ataques a la población civil, masacres indiscriminadas, con los cilindros de gas, carros bomba, burros bomba, bicicletas bomba; el secuestro inhumano e indiscriminado, y, con la protección de la guerrilla del narcocultivo, se reforzó el narcotráfico, que corrompe a funcionarios del Ejecutivo, del Poder Judicial y del Legislativo.

Esta guerra y sus barones han creado dos países extremos, con posiciones irreconciliables, de paz o guerra, igualmente ingenuos e ignorantes. Colombianos de falsa y mala conciencia. Los señores de la guerra son los que se han beneficiado, acumulado fortunas, depositadas dentro y fuera del país, en bancos normales y en paraísos fiscales. Ellos hacen parte del lujo moderno, del consumo universal. Ostentan sus mal habidas fortunas con escandalosas viviendas, fincas, automóviles, lujos estrambóticos. Guardaespaldas. También licitan y corrompen.

En La Habana negocian humo: devolver tierras que no debieron ser usurpadas; lograr una reforma agraria similar a la que se opusieron en la época de Carlos Lleras; pedir perdón y resarcir a las víctimas, que nunca debieron victimizar; aceptar una participación política, que debió ejercerse naturalmente si hubiera habido democracia.

Negocian lo obvio, lo lógico, lo que no debió requerir ni proceso ni tanta parafernalia. Antes, con oportunidad, hubiera bastado reconocer, resarcir y darse la mano. Es doloroso y triste. De esa negociación no nacerá una Colombia nueva.

Los barones de la guerra, de ambos bandos, seguirán tan orondos, tan impunes y tan ricos. No importa. Deben firmar para acabar la guerra y sus horrores. Pero, para los de a pie, de nada ha servido el sufrimiento de 50 años.

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