Muchas casas, pocas puertas

En días pasados este diario publicó el informe “La otra cara de las viviendas gratis”, en el que presentaba los distintos “aciertos y errores del Gobierno” en el programa de 100.000 viviendas gratis.

Según datos oficiales, de éstas ya se han asignado 60.000, con 42.000 “a hogares que han sido víctimas de la violencia”. El balance recoge las declaraciones del viceministro de Vivienda y las posiciones de diferentes estudiosos del urbanismo, y pone de relieve varios puntos sobre los que vale la pena detenerse.

El primero: la ubicación de las viviendas. A través del análisis de una fotografía aérea de un proyecto en Hatonuevo, La Guajira, se constata el aislamiento de algunas urbanizaciones, a distancias considerables de centros laborales, de comercio y de goce. Distintos conocedores del tema señalaron que los nuevos propietarios deben hacer “largos trayectos en transporte para poder acceder a colegios y puestos de salud”.

El segundo: el carácter inflexible de las urbanizaciones. El diseño, producto de regulaciones estatales y de las decisiones de las constructoras, produce viviendas tiesas, que no se acomodan a las diversas formas de sociabilidad o economías domésticas. No ofrecen posibilidades para ampliar las casas y acomodar una familia que crece, o para subarrendar a inquilinos. En sus declaraciones, los “gestores sociales” de las distintas constructoras afirman, además, que han tenido problemas con habitantes que “no tienen ni idea” de áreas comunes y necesitan ser “entrenados” y “preparados” para vivir allí. Esta especie de vigilancia por parte de las constructoras, para que la gente viva de acuerdo con sus diseños, es otra fuente de rigidez.

Una de las opiniones expertas denunció incompatibilidades “étnicas” entre los nuevos residentes. Este tipo de declaraciones, presentadas sin ningún contexto, llevan a todo tipo de generalizaciones. Lo que conduce a un tercer punto: la silenciada voz de los habitantes. En los distintos informes (y entre las varias sentencias de conocedores y analistas) escasean las entrevistas largas a los protagonistas. No hay opiniones más allá de la anécdota corta, que sean recogidas en ciudades distintas de Bogotá o Soacha y que den cuenta del proceso de acceso a la promesa de vivienda, la espera, el trasteo y la adaptación.

El cuarto punto tiene que ver con las redes políticas y económicas. Un estudio de Adriana Camacho y Daniel Mejía, de la Universidad de los Andes, mostró cómo los bajos niveles de votación por el presidente Santos en las elecciones de 2010 aumentaron la probabilidad de que un municipio fuera seleccionado y se construyeran más viviendas. Haría falta reflexionar sobre el rol y los intereses de las constructoras y el tejido electoral más menudo o municipal. O sobre los pormenores del acceso a Red Juntos y a los documentos necesarios para ser catalogado oficialmente como “víctima”. Como “pobre de los más pobres”.

Este proceso de selección es entonces uno de inclusión y desigualdad. Crea oportunidades importantes para algunos, pero lo hace reinscribiendo diferencias entre los elegibles y los no elegibles (los que no cumplen los requisitos, los que no tienen papeles, los migrantes recientes que no cuentan con lo requerido para ser considerado por el Estado y sus clasificaciones).

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