Otros también sufren la experiencia de Venezuela

Hablar de Venezuela, sus problemas, la gran torta que ponen día a día sus gobernantes, el enorme despilfarro de las enormes riquezas de mi país, que nunca logró “sembrar el petróleo”, como dijo Uslar Pietri, es una catarsis personal y un trabajo que me impuse para estar cerca de mi terruño, donde nací y me crié, agradeciéndole la educación y los principios que nos inculcaron en esa otra Venezuela: honestidad, a pesar de los deshonestos; unión a pesar de los partidos políticos; humanidad a pesar de las injusticias, que no solo se agravaron sino que alarman a los organismos internacionales (que tampoco hacen mucho, como tampoco hacen los vecinos).

Hablo de “Mi País”, critico, denuncio, asumo posturas, como el derecho me permite, aunque la ley se vea tan violada, pero la Constitución me garantiza esos derechos. A quien veo le comento y a veces propios y extraños, venezolanos y colombianos, cubanos en el exilio, ecuatorianos de paso, chilenos residentes, ingleses desde la distancia y un largo etc. de nacionalidades, al saberme venezolana preguntan por la escasez, la inflación, las enormes colas para comprar alimentos, sobre todo quienes conocieron mi país o vivieron en él y yo por supuesto, y casi siempre a coro con otros venezolanos, damos nuestra versión y experiencias, y las de nuestros familiares.

Pero amarga cuando otro habla o despotrica de mi país. No les quito razón (yo misma le abrí los ojos a muchos) pero duele muchísimo.

Quienes ven las colas, o a los que se les acabó el shampoo e intentan comprarlo y supusieron encontrarlo de su marca o tamaño favorito; aquellos maltratados en la frontera solo porque “son colombianos”, que les quitaron sus medicamentos (aunque abiertos los envases y era la dosis personal) porque era “tráfico ilegal”. Los que cuentan cómo del lado colombiano de Paraguachón hay una oficina respetable, con sillas y aire acondicionado para hacer la cola y sellar su pasaporte u obtener su tarjeta de turismo, mientras del lado venezolano apenas hay un pequeño techo, te pican los zancudos y a los colombianos les niegan la tarjeta de turismo y a pesar de los convenios les exigen pasaporte.

Los de mejor suerte, que llevaron “acetaminofén” a sus familiares en Venezuela, vienen horrorizados de lo que les cuentan y de lo que no pueden hacer ya: pasear por la ciudad, salir de fiesta. Ya no lo pueden hacer porque sus familiares están “aterrorizados” con la criminalidad. “Nos confinamos en el pequeño apartamento de mi primo”, me dijo un conocido.

Y hoy no soy yo quien cuenta realidades, escribo las que me relatan: vivencias y angustias por los suyos, que sobreviven en un país que otrora vieron como paraíso, escape y salvación.

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