Criminales pobres y ricos

"Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa", decía el filósofo de Buga, expresión que sirve para conminar al Gobierno para que aclare para dónde va la idea de declarar delito político, conexo con el de rebelión, el narcotráfico. El ministro del Interior, en entrevista radial, se enguaraló con la respuesta, hablando de leyes estatutarias y otras ambigüedades, hasta que el periodista le enfatizó que se bajara de las nubes y contestara si el Gobierno estaba pensando en proponer ese adefesio al Congreso, sí o no. Y siguió el alto funcionario navegando en la estratosfera de las especulaciones legales, sin concretar nada. El fiscal General de la Nación, que es un jurista de alto vuelo, y partidario a ultranza del proceso de paz, ha sido más asertivo y dice que sí, que esa figura es posible. Entonces se plantea al ciudadano una disyuntiva entre lo ético y lo legal, que no se puede resolver sino a favor de la ética, que es una sola, porque las leyes son tan veleidosas como quienes las hacen.

Los movimientos subversivos, de inspiración política, son una cosa. Y el crimen organizado, cuyos fines no tienen más inspiración que enriquecerse sus actores, son otra, muy distinta. En Colombia, a mediados del siglo XX, para no ir más lejos, hubo unos movimientos guerrilleros que surgieron de la necesidad de defenderse la población liberal de los abusos de los gobiernos conservadores, y sus acciones bélicas eran exclusivamente contra la fuerza pública. Para sostenerse, recibían apoyo de los jefes liberales, la población los protegía y les suministraba alimentos, y conseguían armas de fuego quitándoselas a la policía. En principio solo utilizaban las herramientas de trabajo. Eran guerrilleros pobres, idealistas.

Las Farc son otra cosa. Aliadas con el comunismo durante la guerra fría, recibieron apoyo de la Unión Soviética y de Cuba, con armamento y capacitación de los jefes en técnicas de combate e instrucción ideológica de la tropa. Entendieron que para ser exitosos tenían que ser ricos y se dieron a la tarea de despojar de sus tierras a los campesinos y robarles sus ganados; secuestrar a los empresarios para extorsionarlos; y aliarse con el narcotráfico, inicialmente para protegerles a los capos sus cultivos y las rutas de comercialización, y después para asumir todo el negocio, hasta convertirse en el cartel más grande del mundo.

Es incalculable el daño que ese nefasto negocio de las drogas ilícitas le ha hecho a la humanidad; y a Colombia, en especial, corrompiendo su juventud, creando la criminal industria del secuestro, asesinando a los líderes políticos y a los periodistas que se opusieron a sus protervas actividades, o las denunciaron; distorsionando la macroeconomía con el tráfico subterráneo de divisas; pervirtiendo la actividad política, la contratación pública, las administraciones regionales, el sistema financiero, el Congreso Nacional y la Justicia; y enlodando la imagen del país ante el mundo, convirtiendo a los colombianos en parias. Esos no son delitos políticos; y calificarlos de tales, para que las Farc firmen un compromiso de paz, sería indigno; además de que traicionaría la memoria de las innumerables víctimas.

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