Debacle mundial de los hidrocarburos

La debacle del petróleo debiera aleccionarnos sobre el riesgo enorme de depender de un solo producto para proveer al país de divisas o recursos de cambio exterior. Más de una crisis hemos sufrido por su causa.

Los trastornos mundiales inherentes a la veloz y sustancial caída de los precios del petróleo, o causados por ella, eran previsibles a la luz de su importancia en las economías de varias naciones y de su imposibilidad de sustituirlos con la misma celeridad del crecimiento o mantenimiento de las necesidades en buena parte a ellos referidos. Salvo la posibilidad de aliviar la razón de sus necesidades con gastos menores, apretándose el cinturón y prescindiendo de los menos indispensables. Aplicando severos criterios de austeridad, esta ardua de concebir y, todavía más, de aplicar en tanto se contraen nuevos y cuantiosos compromisos.

Hasta donde pueden llegar las erogaciones y hasta donde los desembolsos en moneda extranjera. De todas maneras sometidas al filtro de las alzas del tipo de cambio o, más claramente, de la devaluación en marcha, que hace rato se veía venir y que se ha procurado atenuar prorrogando las exenciones tributarias a los llamados capitales golondrina, que llegan en busca de pingües rendimientos y con la misma facilidad se van.

Casos como el de la dictatorial Venezuela y el de Rusia, aunque esta última en muchísimo menor grado, ilustran con hechos protuberantes las serias dificultades de sustituir recursos o ajustar severamente los gastos a la limitación de los ingresos respectivos. Sus boyantes presupuestos no contaron con que Arabia Saudita se negara a restringir la oferta de hidrocarburos, ni que en el período constitucional del presidente Obama Estados Unidos realizara el milagro de su autosuficiencia y dejara de ser factor decisivo de la demanda mundial.

Ni de lejos guardan cierta analogía sus estrecheces cambiarias y fiscales con las circunstancias de Colombia. Pero, aun así, de todas maneras se busca aquí sustituir los recursos sobre los cuales se habían montado programas internos y externos. O limitar unos y otros a ingresos notablemente menos cuantiosos. Sin perder de vista, en el interior, la moderna función compensatoria de la Hacienda Pública, a contrapelo de la restrictiva regla fiscal.

No se entiende todavía por qué se dejó para última hora el cierre de la brecha presupuestaria, más exactamente el deber de tapar el hueco de 12,5 billones de pesos. Siendo de tanta importancia para la fiscalidad, se optó por la táctica fiscalista de gestionar la consecución de arbitrios con ese fin exclusivo, doliere donde doliere y sin detenerse en consideraciones adjetivas de tecnicismo o gravitación de la carga tributaria. Claro que no se trata de procurar la equidad o la técnica, sino de absorber un déficit de reconocida magnitud.

El capítulo de misterio se complica, para bien o para mal, con la sugestión de extender la noción de delito político a ciertas formas de narcotráfico. De consiguiente, las amnistías e indultos que hayan de otorgarse a esa forma de flagrantes violaciones de la ley, con su cola de terribles crímenes. No es un sapo por tragar. Son las aguas lustrales para un orangután. Su sola hipótesis produce escalofríos. ¿Será que cuantiosos bienes, manchados de sangre, van a incorporarse a la fiscalidad y en esa condición van a tributar?

La debacle del petróleo debiera aleccionarnos, una vez más, sobre el riesgo enorme de depender de un solo producto para proveer al país de divisas o recursos de cambio exterior. Más de una crisis hemos sufrido por su causa. En el convencimiento de que la era del petróleo y del carbón iría a perpetuarse, se abrieron las puertas de nuestro mercado interno suponiendo indefinido el auge minero-energético y faltó voluntad sostenida y enérgica de estimular otros renglones de exportación que a la vez constituyeran fuentes de empleo. Nunca es tarde para rectificar, aunque sea bajo el acicate de las decepciones.

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