Contra el pensamiento elegante

Contra el Estado laico, cuyo único contacto con la modernidad son las armas de fuego.

Es elegante declararse por el relativismo en la consideración de las culturas ajenas como formaciones biológicas equivalentes a la propia, con sus propios tiempos cada una y su manera de ordenar el espacio. Es políticamente correcto pensar que entre Carlos V y Moctezuma las diferencias son irrelevantes. Sin embargo, a mí me quedó, después del atroz fusilamiento de los caricaturistas de París, un incierto orgullo de pertenecer a un orbe bien determinado, de vivir una conciencia distinta de la de los ilusos pistoleros que creen que muertos por las balas de la policía francesa adquieren el derecho al paraíso. Es inevitable reconocer una superioridad moral en los líderes europeos que se declararon decididos a mantener sus sociedades abiertas y vigentes las libertades fundamentales de sus repúblicas. Bajo la vigilancia de la razón ilustrada, la civilización europea, a la cual pertenecemos, está dispuesta a persistir en sus paradigmas contra el fanatismo, sin desesperar, confiada en que el camino es defender del ardor emocional una racionalidad difícilmente conquistada a través de errores y de las meditaciones de Descartes, Spinoza, Kant…

La cristiandad es sometida a asedio desde los mongoles y los hunos, y en la relativa tranquilidad que siguió a la asimilación de los bárbaros apareció el islam con su beligerancia disgregadora en el horizonte de la cultura europea, atomizándola, precipitándola en el feudalismo de la Edad Media. El último libro de Henri Pirene, dedicado a Carlomagno y Mahoma, narra las conquistas de la joven religión que emergió del desierto contra una Europa en formación, dividiendo la naciente civilización cristiana.

Y en pleno siglo XXI, Occidente parecía triunfante; la tiranía burocrática del leninismo se extinguió sin gloria; y los chinos se declararon, pragmáticos como tenderos, por ese socialismo tan raro que practican mezcla de civilización comercial y colectivismo arcaico, e inesperadamente retorna al islam la idea de un califato que parecía superada, y de volver a los límites del imperio otomano de los años de Lawrence de Arabia. Contra el Estado laico, la mejor invención de Europa, una perversión clerical cuyo único contacto con la modernidad son las armas de fuego, pone en vilo la cristiandad.

Hay un orgullo de mantener la fe en la coherencia que somos. Pienso que vivo una sociedad más sana que el Méjico precolombino de los sacrificios humanos, por ejemplo, que la del yaveísta aferrado a la creencia peregrina de haber sido escogido entre los pueblos por un Dios volcánico, que la del musulmán, a pesar de mi admiración por la poesía sufí y por la cultura que produjo Las mil y una noches y a Averroes. Me gusta haber nacido aquí, donde las mujeres no son lapidadas si huyen de un mal matrimonio concertado por otros; donde se me permite blasfemar para purgar la bilis, burlarme de quien quiera con chistes malos, que no destruye las iglesias de los demás, como está sucediendo en Nigeria; ni se usan las niñas para llevar las bombas suicidas. Tengo derecho a la esperanza en que la civilización cristiana y cartesiana, como venció la aberración bolchevique, por resistencia, y neutralizó la China de Mao, por asimilación, prevalecerá contra la embestida de los últimos teólogos armados, segura de que ese puritanismo, así llamó Spengler al islam, será reducido no por la fuerza, sino por la adopción paulatina de los valores liberales que atraen hoy a tantos musulmanes sensatos, como en la Turquía de Ataturk. Con sus tropiezos y defectos, me precio contra la elegante humildad de pertenecer a la tradición de Voltaire, Stuart Mill, Bertrand Russell, y Rabelais, y don Quijote, pues también caemos a veces en nuestras propias locuras.

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