Yo no sé Charlie

El fracaso de Occidente engendra por igual a quienes lo quieren matar y a los que lo quieren salvar.

En 1987 el historiador francés Fernand Braudel publicó su Gramática de las civilizaciones: un manual para que los jóvenes de su país pensaran la historia más allá de los hechos (aunque sin ignorarlos, claro), y la vieran en toda su complejidad geográfica y cultural, económica, política, moral. Por eso, para él, las ‘civilizaciones’ eran el mejor protagonista del relato histórico: la mejor categoría para entender, en la larga duración, la evolución del ser humano.

¿Y qué es una civilización? ¿Una cultura? ¿Son lo mismo? Ese fue el debate de muchos de los grandes filósofos e historiadores europeos de finales del siglo XIX y principios del siglo XX: Dilthey, Huizinga, Toynbee, Spengler, Collingwood, Ortega, Elias… Y Braudel en su libro lo recoge y dice que al final no importa, y que para él una civilización es varias cosas a la vez: una cultura, sí, también. Un espacio vital con sus técnicas, su economía, sus valores; una identidad y una continuidad y una mentalidad.

Y el primer capítulo del libro es sobre el islam. Sobre su historia y su evolución, sobre las condiciones culturales y materiales que lo hicieron posible. Sobre el pueblo que lo creó, el pueblo árabe, un pueblo semita, y los distintos pueblos, tan distintos, que lo nutrieron luego: los persas, los turcos, etcétera. Sobre la eterna disputa, desde el siglo VIII, entre el mundo islámico y la cristiandad, y sobre la actualidad y el futuro de esa disputa. Braudel pone entonces un mapa mundial con los lugares de mayor influencia y presencia del islam, y no está Europa. No todavía.

Ahora: ¿es el islam una civilización? Para Braudel sí lo es, al menos según sus premisas. Aunque ese es otro debate interminable, pues hay quienes dicen que, más que una civilización, el islam es una religión en la que confluyen muchas civilizaciones y muchos pueblos, muchas culturas. Pero en fin: si uno habla de la ‘civilización cristiana’, como un sujeto histórico, puede hacerlo también, como Braudel en su libro, de la ‘civilización musulmana’: una civilización prodigiosa –una cultura: lo que sea– que es mucho más rica, compleja y refinada que esa caricatura fanática que Occidente hizo de ella.

¿Y qué es Occidente? Ahí está el problema: que ya nadie lo sabe bien. Fue la ‘civilización cristiana’, sí, pero luego se despojó de sus contenidos religiosos y empezó a definirse a partir de discursos políticos y económicos que se resumen y se consuman en eso que se llama la modernidad: la democracia, el liberalismo, el capitalismo… Discursos a nombre de los cuales Occidente se impuso en el mundo como si sus valores fueran absolutos y universales, y como si fueran superiores y mejores. Y no lo son.

O tal vez lo sean, no lo sé. En realidad no estoy haciendo un juicio: estoy apenas pensando en voz alta, porque creo que esto no tiene remedio. El integrismo islámico es una maldición, sin duda, pero lo es también para millones de musulmanes pacíficos que son sus víctimas en el mundo entero y que tienen que responder por él cada vez que sus alienados voceros cometen una atrocidad. Solo que los yihadistas ya no surgen solo ‘allá’, como antes, sino también ‘acá’. Ya no hay ‘allá’ ni ‘acá’.

Europa es ahora también una madraza de la que surgen islamistas. Y no son ‘inmigrantes’, ya no: son franceses, o belgas, o ingleses: herederos marginados y envilecidos del colonialismo, o del multiculturalismo fallido, o de la sociedad del bienestar, que buscan su salvación en ese brutal martirio. Todo dentro de un círculo fatal: el fracaso de Occidente engendra por igual a los radicales que lo quieren matar y a los radicales que lo quieren salvar y defender.

Si ya hasta Putin, por favor, anda diciendo que él también es Charlie.

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