La indolencia que mató a 4 niños

1.115 niños y adolescentes asesinados por año en Colombia evidencian un país enfermo, donde ni el Estado ni la sociedad están haciendo lo correcto.

Si el padre de los niños no hubiera sido un humilde desplazado de Las Brisas, sino un político local, probablemente sus pequeños hijos estarían vivos. Sus denuncias, que incluían nombre, apellido y lugar de residencia del agresor principal, habrían surtido efecto para proteger la vida de Samuel, de 17 años; de Juliana, de 14; de Xiomara, de 10, y de Déiner, de 4. Hoy están muertos.

La historia es desgarradora, no solamente por la masacre, que es atroz, sino porque se habría podido evitar. Las autoridades estaban advertidas por el propio padre de las víctimas. Jairo Vanegas, tras sobrevivir a dos intentos de que los quemaran vivos a él y a su familia prendiéndole candela a su vivienda, tuvo el coraje de presentar en diciembre del año pasado una denuncia detallada, con datos precisos sobre los agresores, y de acudir a la brigada a pedir ayuda. Pero nadie le paró bolas.

“… En vista de eso, me fui para la base militar a informar estos hechos y un cabo me dijo que ellos sabían que en la casa de mi denunciado había una persona que le colaboraba a la guerrilla”, dice un aparte del documento revelado por María Camila Díaz en un informe para Blu Radio. Y nada hicieron para protegerlos. Y agrega, refiriéndose a su denunciado, “… cada vez que pasa por mi casa les hace señas a mis hijos de que les va a dar plomo”. Y a plomo murieron los niños.

Los documentos no dejan duda. La masacre se habría evitado si el Estado, además de indiferente con los niños, no fuera excluyente y politizado. Un ciudadano amenazado tras dos tentativas de homicidio, un padre desesperado ante la inminencia de la muerte y la contundencia de las amenazas contra sus hijos en zona de bandas criminales, guerrillas y cultivos ilícitos, denuncia lo ocurrido y no logra, sin embargo, salvarles la vida, pues los avisos no provinieron de alguien influyente en su entorno.

Y contrasta la retórica encendida del velorio con la indolente parálisis ante las denuncias. Y contrastan las elocuentes voces que gritaban a los cuatro vientos sobre Miss Tanguita con los silencios frente a la masacre del Caquetá. Y contrastan las órdenes eficaces para proteger poderosos con la lenta reacción que ameritan en Caquetá las amenazas contra niños campesinos, y en los recintos del poder en Bogotá para esclarecer el asesinato de cuatro menores en una vereda caqueteña.

Aquí se expresa trágicamente la suma de las indolencias. La indolencia centralista. La indolencia clasista. La indolencia que discrimina. La indolencia ante los niños. La indolencia ante las amenazas. La indolencia ante los agresores. La indolencia que se convierte en indiferencia, ineficiencia y complicidad; en fin, la indolencia que mata.

Y mata de verdad. Y mata a los niños. Lo que nos ocurre en Colombia es una vergüenza mundial. Además de las cifras escalofriantes del reclutamiento de menores que no ha merecido atención adecuada en la mesa habanera de negociación, el informe Forensis de Medicina Legal del 2013 registró 1.115 niños y adolescentes víctimas de homicidio.

1.115 niños y adolescentes asesinados en un solo país y en un solo año denotan una nación enferma. Pero la indiferencia ante la cifra, que solo ha recibido registros marginales en la prensa, evidencia que la enfermedad es muy grave, que se ha metido hasta las entrañas de la nación con el ropaje de la indolencia y que exige, desde Santos hacia abajo en el Estado, en la sociedad y en los medios de comunicación, un compromiso integral más serio y profundo para contener esta infamia.

Y no más letanías proforma y falsas lágrimas ante los cadáveres de los niños, cuando se pueden evitar. No más promesas, a la entrada de los velorios, sobre todo el peso de la ley que les caerá a los criminales. No más blindaje en el alma colombiana ante el sufrimiento y el dolor de nuestros niños. ¡No más!

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