Sobre los niños asesinados

El asesinato de cuatro menores en Caquetá ha generado una ola de conmoción en todo el país.

En Florencia, la población salió en masa a protestar, y los políticos indignados brotaron en los medios como hongos después de la lluvia, hablando de la sacralidad de la vida.

Por supuesto que la muerte violenta de estos niños (así como la del niño de siete años hallado desmembrado en Cundinamarca el lunes pasado) tiene que indignar y sacudirnos de la indiferencia soporífera en la cual vivimos nuestro día a día. Es una reacción sana que multitudes se movilicen espontáneamente, como en el caso de Florencia el lunes pasado. Consuela ver que una buena parte de la sociedad no se ha acostumbrado al terror y logra todavía reaccionar.

Al mismo tiempo, me pregunto si esta esporádica indignación, que en estos días ha sido capaz de agarrar a todo un país, no sea también una forma simplista para lavar la conciencia en público, eludir una reflexión más crítica sobre las condiciones en las cuales vive una larga parte de la infancia colombiana, y así absolverse como sociedad de cualquier posible corresponsabilidad ética por estas muertes violentas. De hecho, la indignación no solamente denuncia y condena al victimario, sino también confiere la superioridad moral del indignado.

No hay duda: hubo una mano asesina que quitó la vida a estos niños indefensos. Ojalá las autoridades puedan pronto aclarar los hechos y arrestar a los asesinos. Al mismo tiempo me pregunto cuán humana fue realmente la vida sagrada de estos niños.

La pregunta surgió cuando vi algunas imágenes de la condición de pobreza y marginalidad en la cual vivían los menores asesinados. Me asombró ver el pequeño rancho de madera, que parecía carecer de lo esencial para una vida digna. Esta imagen se presentó como una metáfora de la condición de pobreza en la cual vive una gran parte de la infancia colombiana. De acuerdo con un reciente informe de Unicef, a 2011, el 34% de los niños y las niñas en Colombia padecían pobreza multidimensional.

No es solamente la violencia abierta que en Colombia mortifica la vida de muchos niños y muchas niñas: hay también una violencia estructural, invisible pero perceptible en el día a día de su existir, que limita las libertades y mantiene sus existencias en una condición de opresión, negándoles la plena humanización de sus vidas. Antes de ser víctimas de sus asesinos, los cuatro niños asesinados fueron víctimas de la violencia estructural.

Por eso, aun sin quererlo, la indignación pública y las marchas de estos días pueden resultar hasta hipócritas si no son acompañadas por una indignación abierta y por la concientización sobre la violencia estructural que corta las alas de las libertades y de los sueños de los niños y las niñas de Colombia. No es nada más que un efímero momento emotivo, si esta indignación no se transforma en un compromiso para un gran cambio social que reconozca realmente como digna la vida de la infancia colombiana. Sólo así el discurso sobre la sacralidad de la vida adquirirá un significado completo.

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