Chivos expiatorios

A los migrantes colombianos los hostigan, les impiden comprar alimentos o los detienen cuando lo intentan, los deportan con maltratos y, así tengan pareja e hijos venezolanos, les quitan la vivienda.

Testimonios recogidos a los dos lados de la frontera muestran que los colombianos expulsados de Venezuela no son siempre personas que se han negado a resolver su estadía irregular por negligencia o por estar ejerciendo una actividad ilegal. Muchos lo intentaron, pero no lo lograron; hablan del caos y corrupción en el proceso de regularización, pero también de estigmatización por ser colombianos.

Cuando, entre el 2004 y el 2005, la Misión Identidad terminó su primera jornada, la Oficina de Identificación y Extranjería informó que había “hecho justicia” al regularizar la situación de 186.000 colombianos “víctimas de extorsión y abusos”, que llevaban hasta 30 años sin poderla arreglar, y agregó que 595.000 solicitudes quedaban para una segunda etapa junto con otras tantas que aún no se habían presentado. Muchos cuentan que al hacer los trámites recibieron un “papelito blanco” como constancia de legalización, pero tuvieron que reiniciarlos, pues no aparecían en la lista de quienes la habían obtenido. Algunos dicen que, mientras esperaban la nacionalización, recibieron una cédula “amarilla” de mera residencia. Pero nunca salieron en la Gaceta Oficial, se les venció esa cédula que por años trataron inútilmente de cambiar, y no les fue renovada. Otros afirman que obtuvieron cédula de naturalización, pero que ahora aparece como “auditada-rechazada”.

Hoy los hostigan, les impiden comprar alimentos o los detienen cuando lo intentan, los deportan con maltratos y, así tengan pareja e hijos venezolanos, les quitan la vivienda y lo que consiguieron en años de trabajo. Aunque las deportaciones son masivas hacia Norte de Santander y Arauca, la situación en la alta Guajira ha sido particularmente crítica, porque las detenciones y expulsiones, el cierre de pasos limítrofes, la militarización de caminos informales, el entorpecimiento del envío de remesas y de la movilidad transfronteriza de los wayús han coincidido con la sequía prolongada y han generado hambruna.

Migrantes colombianos, como muchos habitantes de este lado de la frontera que tramitaron la cédula venezolana, son acusados ahora de provocar la escasez, el contrabando y la inseguridad, que en realidad son generados por los distintos grupos armados y redes criminales de ambos lados que aprovechan la corrupción oficial. Les preocupa que se los vuelve a tratar como amenaza, título que primó durante momentos agudos del diferendo limítrofe e impidió resolver el asunto migratorio. Ahora impiden resolverlo los continuos señalamientos del gobierno de Maduro a Colombia, de provocar protestas para crear el caos y arrebatarle territorio a Venezuela, de introducir paramilitares, promover la guerra económica o golpes de Estado.

También asocia a supuestas conspiraciones desde Colombia a los venezolanos que a lo largo de los años 2000 aquí buscan alternativas a su situación. Quienes tenían recursos económicos y profesión consiguieron visas de trabajo, estudio, inversión o parentesco. Ahora, cuando no alcanzan el sueldo ni los subsidios para vivir, aumentan los venezolanos que llegan a rebuscarse algún ingreso del lado colombiano, así sea revendiendo gasolina o lo que logran conseguir más barato en su país. Dicen recibir solidaridad, pero no faltan quienes los acusan de aumentar los problemas de aquí.

Los migrantes y poblaciones fronterizas no pueden ser los chivos expiatorios de errores y negligencias gubernamentales. Urge atender, no estigmatizar ni polarizar, esta compleja realidad. Y eso no se logra con medidas unilaterales.

La declaratoria de Venezuela como amenaza, hecha por Obama, empodera a Maduro y distrae de la urgencia del diálogo para solucionar las crisis y sus consecuencias. Entre ellas, los efectos sobre los migrantes.

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