Israel: dividido, disfuncional y sin dirección

Durante seis años de gobierno ininterrumpido, el primer ministro Benjamín Netanyahu ha sido vehículo de incubación de la crisis de la democracia israelí.

Además de intensificar la política de ocupación territorial, aplastar militarmente a Gaza y a su población civil, entorpecer el diálogo con Palestina, aumentar las tensiones con el vecindario y alejar a aliados estratégicos como Estados Unidos y Europa Occidental, es responsable del empeoramiento socioeconómico del país —que ostenta una de las brechas más grandes del mundo entre ricos y pobres, y los mayores niveles de pobreza de toda la OCDE—, la intensificación de la intolerancia y el odio racial-étnico y la polarización política. La gota que rebosó la copa, llevando a Netanyahu a convocar elecciones dos años antes de tiempo, fue la ley del “Estado-nación judío”, que buscaba resolver la histórica tensión entre el carácter judío y democrático del Estado a favor del primero, haciendo explícito el sistema de apartheid que ha regido informalmente en el caso de los ciudadanos palestinos.

El tono agresivo que tuvo la campaña electoral confirma las divisiones que existen en el interior de Israel. Además de prometer expandir los asentamientos ilegales en Jerusalén e impedir la creación del Estado palestino, Netanyahu advirtió que la salida en masa de los árabes a votar amenazaría el poder de la derecha y que el triunfo de su contendor de izquierda, el recién constituido Partido de la Unión Sionista (de los partidos Laborista, de Isaac Herzog, y Hatnua, de Tzipi Livni), llevaría incluso a la invasión del Estado Islámico. Mientras tanto, el discurso anti-Netanyahu, y no la elaboración de alternativas concretas, prevaleció en la estrategia del segundo.

La división se traduce en la imposibilidad de cualquier partido de obtener las curules necesarias en el parlamento (Knesset) para formar un gobierno. Si los pronósticos resultan acertados, hoy la Unión Sionista se habrá confirmado como la primera fuerza política del país, pero con una votación que solamente le dará unos 24 o 25 puestos. Aunque Likud, el partido de Netanyahu, haya obtenido menos, los aliados naturales de éste en la extrema derecha son mayores, haciendo más fácil construir una coalición. Como dato interesante, la unificación de los partidos árabes en una lista única puede convertirlos en la tercera agrupación dentro del Knesset, pero con limitado interés —por no asociarse con políticas como la ocupación, que ni la izquierda ha sugerido eliminar— y posibilidades —por lo controversial para el partido que los invite— de participar en un gobierno de coalición. Sigue ahora la presentación de candidatos a primer ministro por los partidos que ganaron curules parlamentarias y la selección de alguno por el presidente, Rueven Rivlin, para que conforme un gobierno de coalición con al menos 61 miembros del Knesset. La alternativa, poco factible, es que Rivlin recomiende a Likud y Unión Sionista construir un gobierno de unidad en el que compartan el poder.

Mientras algunos siguen vendiendo la ilusión de que Israel es una isla de estabilidad y democracia en medio de una región caracterizada por el caos y el autoritarismo, estas elecciones y el deteriorado contexto político y socioeconómico que las rodea sugieren que la realidad dista mucho del discurso.

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