La munición de Santos

Parar un mes el bombardeo a campamentos de las Farc, sin condiciones específicas, es prescindir de un arma de guerra clave. El Gobierno apuesta muy duro en un proceso que nos toca a todos.

El discurso del presidente Juan Manuel Santos de las últimas tres semanas hacía presagiar que, en lo inmediato, tomaría una o varias medidas para iniciar el desescalamiento del conflicto armado con las Farc. Pero parar el instrumento de guerra más demoledor y eficaz que tenía -los bombardeos a campamentos guerrilleros- constituye una apuesta altísima que debe ser mejor explicada al país.

En especial porque en un examen a los compromisos del Gobierno para negociar con la subversión, es evidente que hay un cambio parcial a la política de que no se suspenderían las operaciones militares. Y esta es, claramente, una reducción de las acciones contra las Farc.

Por eso una decisión de tales implicaciones debería estar fundada en contraprestaciones notorias, en algún avance concreto de la mesa en Cuba que muestre y demuestre que las Farc van camino de su desaparición definitiva como grupo armado ilegal, y que esa desmovilización se compadece con el anhelo de justicia y reparación de los colombianos directa o indirectamente afectados por sus delitos atroces.

Y cabe la anticipación a cualquier efecto positivo o negativo, en particular desfavorable, que pueda traer esta decisión del presidente Santos para las tropas oficiales, la población civil o las mismas Farc, en el sentido de que se aprovechen de tal concesión para su recuperación militar y logística, como ocurrió en los procesos con otros gobiernos.

El presidente compromete a fondo su credibilidad, la del proceso y la del futuro mismo de la negociación en La Habana. Lo primero es que puso un plazo de un mes; es decir, cualquier extensión de la medida deberá ser justificada ampliamente, por sus bondades, a favor de la reducción de las hostilidades y sin menoscabo de la seguridad territorial y ciudadana. Este laboratorio, este experimento, no puede maniatar a las tropas en caso de que sea necesario reactivar los bombardeos contra campamentos de las Farc.

El país no entendería, entre tanto, que se frenen el avance y la ofensividad terrestre y fluvial de las Fuerzas Armadas. Sería inaceptable que, de súbito, sin beneficios constatados de respeto a la vida, honra y bienes y a la infraestructura pública y privada, por parte de las Farc, el presidente Santos amplíe su anuncio a una tregua bilateral plena e indefinida. Y menos sin que los cinco puntos de la agenda hayan sido agotados, acordados y explicados con claridad a la opinión nacional e internacional.

Tal como lo recuerdan expertos y analistas militares, la cualificación de la fuerza aérea permitió minar la moral de combate de las Farc, arrinconar a la guerrilla en áreas selváticas marginales, presionar desmovilizaciones y desbaratar núcleos subversivos y acorralar y dar de baja a jefes históricos como alias “Raúl Reyes”, “Mono Jojoy”, “Alfonso Cano” o “Jacobo Arango”. La gente rechaza la idea de que el Gobierno cede sin recibir de las Farc poco menos que exigencias descaradas e incumplibles.

En el examen de los efectos de la suspensión temporal de los bombardeos, pero en general frente al avance del proceso y su trasparencia, será capital el papel de la nueva Comisión Asesora de Paz. Sus personalidades deberán ser muy rigurosas y exigentes en el tránsito final a la terminación del conflicto.

El país no se puede permitir que los anuncios del presidente Santos -aunque prometedores- terminen convertidos en bombas que chispeen popularidad pero que, en últimas, solo terminen por destruir la que, a juicio de algunos expertos, es la oportunidad que más ha avanzado en el logro de la solución dialogada del conflicto. “Acelerar” la negociación no necesariamente significa asegurar su éxito.

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