La democracia como mentira

La 'democracia populista' no es más que un seudónimo del autoritarismo, una etapa previa a la dictadura sin apellidos.

Después de largas dictaduras militares en el siglo XX, la recuperación, o edificación, del Estado de derecho en América Latina pareció ser la meta, como salvaguarda de un futuro en que democracia y desarrollo pudieran caminar de manera paralela. La aspiración de fines del siglo XX fue hacer que la realidad política respondiera a la letra de las constituciones, ajuste en el que habíamos fracasado desde la independencia. Regresar al siglo XIX para poder tener siglo XXI.

Las democracias empezaron a funcionar basadas en el regreso al derecho de elegir, y desde allí fue necesario probar la eficacia de las instituciones para evitar el temido regreso al arbitrio de una sola persona que manda por encima de las leyes. Esta había sido la realidad impuesta desde el siglo XIX, que acabó con la majestad de las constituciones, algo que a los caudillos siempre les pareció una tontería infantil.

Pronto se descubrió, antes del fin del siglo XX, que la institucionalidad democrática era capaz de resucitar de las cenizas de las dictaduras militares solo donde aquella había prosperado antes, como en Uruguay o Chile; pero donde históricamente había sido débil, o apenas existente, era difícil reinventarla, como en la mayoría de los países centroamericanos.

En otros, como en Venezuela, el agotamiento del sistema democrático, desprestigiado por la corrupción, abría paso a nuevas propuestas que con el tiempo probaron su fracaso. Pero tampoco el populismo, proclamado con pompa revolucionaria, venía a ser nuevo en América Latina. La ‘democracia populista’ no es más que un seudónimo del autoritarismo. Si hay concentración absoluta de poder, cercenamiento de la libertad de expresión; si hay miedo de los ciudadanos, si la corrupción descompone a la autoridad, estamos en los umbrales de la dictadura. De allí a la represión sangrienta hay un paso. Y el populismo es el celofán que envuelve ese regalo envenenado.

Otro elemento se sumó y se expandió con fuerza: la corrupción, tan integral a la democracia recuperada como si fuera parte de ella; en muchos sentidos, porque la propia debilidad institucional, que incluye la falta de controles, la facilita. Y sigue. Si no, veamos el caso de Petrobrás, en Brasil.

El electorado parece padecer una incurable nostalgia por los gobernantes corruptos. Tenemos el regreso triunfal a Guatemala del expresidente Alfonso Portillo, recibido multitudinariamente tras cumplir en Estados Unidos una condena por lavado de dinero.

El panorama se agrava con la incidencia pertinaz del crimen organizado, que alienta la corrupción en todos los estratos. En México, los narcocarteles han minado el Estado de derecho. Es una hidra de múltiples cabezas y capaz de asesinar masivamente, incinerar, desmembrar, decapitar.

Hay que hacer que el Estado exista, volviéndolo visible; si no, tiende a ser sustituido en los barrios por pandillas, como en San Salvador o San Pedro Sula; en municipios y áreas rurales, por los propios jefes narcos. Es una anarquía concertada, que aparenta orden, pero es un orden impuesto por el miedo y el terror. Seguridad ciudadana significa crear vínculos activos con la comunidad. Los narcos nacen y crecen en las comunidades pobres, tienen vínculos afectivos con los suyos, y saben ejercer el populismo. El Estado debe vincularse socialmente con esas comunidades. Las fuerzas especiales seguirán fracasando en la prevención y el control del delito si el Estado no piensa primero en la integración, la transformación social y la eliminación de la pobreza crónica.

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